Autor:
Fernando Pascual
Toda
guerra implica un drama. Unos hombres luchan contra otros hombres, con o sin
motivos válidos, para imponerse por la fuerza. En muchas guerras aparecen,
entre los soldados más o menos jóvenes, algunos niños que cargan un fusil, tal
vez una ametralladora, o simplemente cartucheras de repuesto.
Nos
duele ver a niños que van al frente, que se acostumbran a matar. Nos duele el
que se les prive de su familia, de sus amigos, de la escuela. Nos duele el que
tengan las manos manchadas de sangre o de pólvora, mientras gritan con un
orgullo casi diabólico cuando han podido matar a uno o varios enemigos...
El
drama de esos niños no es sino el reflejo de un drama más profundo: la guerra.
Cuando un hombre coge un machete, un fusil o un carro armado y se dirige a una
línea enemiga para matar a otros significa que algo muy profundo ha fracasado
en la historia humana.
La
verdad no se puede imponer a fuerza de cañonazos. La justicia no puede ser una
especie de permiso seguro para tomar las armas y matar a quienes quizá no son
los verdaderos culpables de situaciones insostenibles. La honradez no puede ser
defendida a costa de la sangre de una persona inocente, muchas veces ajena a
las causas que han provocado un conflicto armado.
Un
niño llega a convertirse en un soldado porque hay adultos que deciden matar. La
solución a los niños soldados hay que encontrarla en los adultos, en sus
corazones llenos de odio y de violencia, que les llevan a promover guerras que
pueden durar años interminables sin que nadie consiga sus objetivos, y que
provocan la destrucción y la pobreza de miles o millones de personas inocentes.
Un
niño llevará un arma y un fusil mientras existan adultos que quieran resolver
sus conflictos por la fuerza, mientras haya personas ávidas de ganar dinero con
la venta y compra de armas, a veces con los créditos de bancos sin escrúpulos.
Si
promovemos la cultura de la paz, de la justicia y del amor, la guerra no tendrá
lugar entre los hombres. Si promovemos el respeto de la vida como un valor
sagrado, no se invertirá dinero en armamentos, sino en hospitales y en
escuelas. Los niños podrán vivir simplemente como niños, y no caerán en las
manos de traficantes y de criminales que los conviertan en soldados prematuros.
Mientras
no lleguemos a una solución radical para las guerras que siguen sembrando de
sangre tantos rincones del planeta, habrá adultos que inciten u obliguen a
niños a tener entre sus manos armas para matar. La mirada de esos niños
reflejará nuestro fracaso. Su tristeza o su risa enloquecida nos gritarán que
hemos de cambiar, ya, algo en el mundo global que estamos construyendo, y que
todos queremos un poco más justo y más feliz.
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