Autor: Fernando Pascual
Un jarrón se puede romper.
También un ser humano está sujeto a mil peligros.
No somos de barro,
ciertamente. Pero basta un viento, un ladrillo, un bache, y todo salta por los
aires.
Ante la fragilidad, muchos
sienten miedo, incluso angustia, hasta llegar a paralizarse, porque piensan que
salir de casa expone a incontables riesgos.
Otros afrontan el hecho de la
fragilidad con calma: no nacimos para vivir aquí eternamente, y el tiempo que
tenemos es poco para anularlo con miedos sin sentido.
Hay deberes, no podemos
negarlo, de cuidar la propia salud y de velar por la de quienes viven cerca, o
tal vez incluso lejos.
Hay, también, motivos para
poner en riesgo nuestra fragilidad, como por ejemplo cuando un médico atiende a
un enfermo que puede contagiarlo.
Mientras Dios nos concede un
poco de tiempo, podemos invertir las propias fuerzas en el bien, aunque en
ocasiones arriesguemos mucho.
Porque es más hermoso padecer
y sufrir por haber ayudado a un familiar o conocido que no por estar
encerrados, por el miedo, todo el día en casa.
Mientras haya fuerzas,
mientras el corazón vea necesidades y planes buenos, vale la pena salir,
exponerse al viento, al sol, al tráfico y a los virus.
Cuando, en el día que Dios
haya dispuesto, la fragilidad rompa nuestro equilibrio incierto, será hermoso
mirar el pasado y reconocer que acogimos y dimos amor, esperanza y un poco de
alegría a tantos hermanos nuestros...
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