6 de diciembre de 2021

Antropologías del optimismo y del pesimismo

Autor: Fernando Pascual

Según la antropología del optimismo, el ser humano es constitutivamente bueno. Su configuración interna, sus pulsiones emocionales y afectivas, sus proyectos más genuinos, sus aspiraciones profundas, están orientadas a lo justo, lo bello, lo grande, lo recto.

Según la antropología del pesimismo, el ser humano es constitutivamente malo. Su configuración interna es caótica, descompensada, anómala. Sus tendencias y sus aspiraciones le llevan al egoísmo, al abuso, a la prepotencia, a la injusticia, a la infidelidad, a lo bajo, a lo feo, a lo mezquino.

En la antropología del optimismo, el mal existe (no podemos ir contra la evidencia de los hechos), pero tiene sus orígenes fuera del corazón humano. Ese mal nacería, entonces, desde la cultura, la sociedad, los influjos extraños a la naturaleza sana y buena que todos encierran en sí mismos pero que no siempre pueden manifestar hacia afuera por culpa de fuerzas externas.

En la antropología del pesimismo, donde todo lo humano sería intrínsecamente malo, la bondad solo podría surgir desde fuera. La educación, la cultura, el Estado, debería poner frenos y cárceles para controlar a la “bestia”, para impedir el mucho daño que nace de corazones desencadenados. En otras palabras, solo la sociedad y la cultura podrían conseguir algo “bueno”, aunque seguramente eso “bueno” estará teñido muchas veces de egoísmo y de miserias, será algo inconstante como inconstante es la estructura psíquica, enferma y frágil, que nos caracterizaría como humanos.

Con las líneas anteriores se llevan al extremo dos posiciones ante el hombre. Seguramente no se dan así, en formas tan radicales. Pero sí han existido y existen variantes más o menos complejas de las mismas, en las distintas reflexiones elaboradas sobre el hombre.

Los estoicos y los epicúreos, en el mundo antiguo, creían en esa bondad interna y radical del ser humano. Luego la explicaban de modos diferentes, pero el deseo de volver al estado “natural” era fuerte en ambas escuelas.

En cierto sentido, autores modernos han vuelto a las posiciones de los griegos, como por ejemplo Rousseau, o algunos estudiosos de antropología que sueñan con encontrar la tribu “pura”, en la que vivan personas sanas y honestas, exentas de cualquier contaminación propia de las culturas deformes, por lo que serían capaces de enseñarnos cuál sea el modo correcto de transcurrir en la tierra el más o menos breve periodo de tiempo que en ella vivimos.

Otros caen en el más fiero pesimismo, y denuncian continuamente la maldad radical que nos caracteriza. Los famosos desmitificadores de lo humano, como Feuerbach, Nietzsche o Freud, han creído haber descubierto las estructuras profundas de egoísmo y de perfidia que se esconden incluso detrás del arte más sublime, de los ritos religiosos más “elevados”, o de los gestos aparentes de altruismo que en realidad solo serían el resultado de pulsiones internas ahogadas por el peso de la libido, de las hormonas o de complejos mecanismos de un subconsciente magmático y ennegrecido.

Frente a estas teorías, es posible otro modo de concebir al hombre. La tradición griega que surge desde Sócrates, Platón y Aristóteles, ha señalado la riqueza de la espiritualidad humana, capaz de pensar con ideas y principios, abierta a la belleza, a la bondad y a la justicia, sedienta de verdades y aspirante a lo eterno. A la vez, esa misma tradición evidenció la existencia de peligros graves, de dentro o de fuera, cuando las pasiones orientadas al placer inmediato nos ciegan, o cuando el peso de las presiones sociales nos aparta de lo genuinamente humano.

El cristianismo enriqueció esta visión desde la idea de que el hombre fue creado a “imagen y semejanza de Dios”, pero luego quedó marcado por pecado original, una mancha profunda que llevamos dentro y que explica la desarmonía que descubrimos en la propia vida y en la vida de quienes viven cerca o lejos. Según esta visión, en cada ser humano, junto a una riqueza enorme que llamamos espíritu, existe también un lastre profundo que nos lleva hacia el mal y que hace muy difícil vivir según lo bello, lo verdadero, lo bueno.

La antropología no puede quedar atrapada por visiones unilaterales que impiden ver lo grande y lo pequeño, lo magnífico y lo miserable que caracterizan a cada ser humano. San Agustín y Pascal hablaron de ello, como tantos otros autores del pasado y del presente, al reconocer esa misteriosa lucha entre bondad y perfidia, entre la gracia y el pecado.

Cada uno necesita descubrir, en una serena introspección, hacia dónde dirige sus pasos, quién controla los propios pensamientos, qué peso da a las pasiones y tendencias más profundas.

Habrá que erradicar hierbas malas que nos impiden dar frutos buenos. Habrá que acoger siembras magníficas que nos abren al mundo de lo noble, de lo grande, de lo bello. Habrá que preparar el corazón a las mejores voces de la experiencia humana y a la ayuda incomparable que el mismo Dios no deja de ofrecernos desde la plenitud de los tiempos, cuando envió a su Hijo y nos lanzó un grito realista y valiente a la conversión, a la esperanza, al amor auténtico.

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