21 de marzo de 2022

El cáncer de los malos expertos

Autor: Fernando Pascual

La realidad es compleja. Conocerla es, por lo mismo, sumamente difícil. De ahí nace el que muchos estudiosos se especialicen, se conviertan en expertos de ámbitos más o menos limitados del saber.

El experto se caracteriza por conocer mucho de poco; es decir, va siempre más y más a fondo en un sector muy concreto de la realidad.

Existen diversos tipos de expertos. Los hay con títulos académicos, con publicaciones científicas, con discursos y entrevistas a nivel nacional o internacional. Los hay por simple gusto personal, sin reconocimientos académicos pero con un trabajo más o menos serio de profundización sobre un tema concreto.

Un buen experto reconoce qué es lo que sabe, hasta dónde ha llegado su investigación, lo que dicen otros expertos en su mismo ámbito de trabajo. Por lo mismo, mide sus palabras, se limita al territorio que domina, evita afirmaciones gratuitas, se mantiene abierto a las aportaciones y estudios de otros.

Pero existen malos expertos. Algunos, por ejemplo, se amparan en su fama, en sus títulos, en sus escritos, en sus lecturas, para extrapolar datos, para construir generalizaciones falsas, para despreciar sin argumentos a los que ofrecen otras perspectivas, para imponer como verdaderas opiniones aún no suficientemente comprobadas desde su saber, que consideran casi absoluto y perfecto.

Otros malos expertos son simples repetidores de datos sueltos, de noticias confusas, de libros divulgativos, de novelas llenas de fantasía, de frases tomadas de un blog más o menos interesante de internet. Estos malos expertos creen dominar un tema, haberlo estudiado durante un tiempo, y empiezan a lanzar conclusiones, a escribir ideas, a imponer puntos de vista, y a callar a cualquier otra persona que ponga en duda la “competencia” que ellos se atribuyen.

Los malos expertos, en pocas palabras, son personas que desde un cierto cúmulo de conocimientos, algunos (incluso quizá muchos) indiscutiblemente verdaderos, abusan de su seguridad para lanzarse a afirmaciones que no pueden probar, con el aplomo de quien se autodeclara infalible e indiscutible.

Los malos expertos son como burbujas muchas veces vacías de verdades. Es posible que atinen en alguna conclusión, que reciban reconocimientos y aplausos, que sean acogidos y divulgados por poderosos medios de comunicación o por universidades de prestigio. Eso les hincha en su autoengaño, les lanza para seguir divulgando nuevas ideas, algunas dudosas o falsas, en el mercado insaciable de la información.

En eso consiste su mayor tragedia: no llegan a descubrir que actúan como poseídos por un cáncer destructivo, que provoca daños precisamente porque crece fuera de toda medida.

Solo si los malos expertos consiguen encontrarse con un amigo sincero, con un nuevo Sócrates que les desvele sus errores, que les aparte de su engreimiento, podrán volver al buen camino. Serán entonces capaces de extirpar el tumor maligno que ciega sus inteligencias y sus corazones, y se abrirán a esa sabiduría profunda de quien reconoce qué es lo que sabe y qué es aquello (mucho) que tiene que investigar con paciencia y con un auténtico amor a la verdad y a la justicia.

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