6 de junio de 2022

Felicidad artificial y lucha diaria

Autor: Fernando Pascual

Quizá algún día llegue a ser realidad: la producción y venta comercial de un aparato para producir la felicidad en cualquier ser humano.

El mecanismo podría ser sencillo. Por una parte, colocaríamos un chip o algún dispositivo en la cabeza (o en otro lugar adecuado). Ese chip captaría los distintos estados de humor o de tristeza del usuario.

Por otra parte, se introduciría un aparato en la piel (quizá incluso en el mismo cerebro) que estaría conectado por cable o por hondas con el chip que capta las variaciones anímicas. En este segundo aparato habría hormonas u otras sustancias adecuadas que se irían dosificando según las necesidades, y que producirían un estado de felicidad, paz y satisfacción, sin los peligros propios de las drogas y sin provocar (esperamos) dependencia psicológica.

Muchos objetarán que ya existen modos “clásicos” para lograr una felicidad artificial, como la droga o el alcohol. En realidad, la diferencia estaría en que no sería uno quien decidiera tomar copas para quitar sus penas, sino que el chip funcionaría de modo autónomo: apenas captase una situación de infelicidad mandaría la orden para solucionar, de modo automático, la situación.

Lo que decimos, desde luego, es una hipótesis, pero no muy lejana de la realidad. ¿No existen ya en el mercado diversas medicinas para cambiar los estados de ánimo de las personas? ¿No ha progresado la neurología hasta el punto de conocer cada vez mejor, con aparatos muy sofisticados, la situación del flujo de información neuronal en el cerebro?

Supongamos que se llega a inventar y construir ese aparato capaz de ofrecer formas de felicidad artificial. ¿Quiénes lo comprarían, si llega a tener un precio aceptable y garantías de que los riesgos para el usuario son mínimos?

No es difícil imaginar algunos potenciales compradores de un aparato tan maravilloso: personas cansadas, tristes, derrumbadas por los golpes de la vida, por realizar trabajos que no les satisfacen, por vivir en un matrimonio o una familia llena de conflictos, por sufrir a causa de alguna enfermedad incurable.

Pero surge una pregunta más profunda: ¿basta un chip, una ampolla y alguna otra sustancia en el propio cuerpo para ser felices? ¿Se solucionan los problemas, que siguen allí, con técnicas tan sofisticadas? Y quien se sometiese a este prodigioso invento, ¿estaría contento de su manera de estar contento? ¿O no sentiría que hay algo “raro” en los estados de felicidad que experimenta gracias a un aparato que lleva dentro de sí?

Una máquina prodigiosa que prometiera la felicidad más completa sería, simplemente, un sucedáneo pobre e insuficiente de lo que desea cada corazón, porque el hombre está abierto a mucho más, en el tiempo y en el horizonte inagotable de lo eterno.

Vale la pena, entonces, dejar de suspirar por promesas fáciles conseguidas con felicidades electrónicas (o con pastillas maravillosas), para reconocer lo que significa vivir como hombres y mujeres. Cada ser humano encierra misterios que escapan a la comprensión de los psicólogos más competentes y de los amigos que comparten horas y horas de diálogo sincero. En nuestras almas existe una apertura al amor, al bien, a la belleza, a la justicia, a la verdad, que nos lleva a un trabajo constante para superar las dificultades y para conquistar metas buenas.

Solo cuando se alcanzan los objetivos anhelados, si son buenos, se llega a esa felicidad auténtica y contagiosa que observamos en algunos (por desgracia, a veces en pocos), y que anhelamos casi todos.

Esos objetivos no se alcanzan con un chip maravilloso que genera estados de alegría y de euforia, sino con el trabajo diario, al lado de tantas personas buenas que luchan a nuestro lado, por quitar defectos que nos dañan y por conquistar virtudes que nos llevan, poco a poco, a la conquista del bien en el tiempo y en lo eterno.

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