Autor: Fernando Pascual
La vida es un tesoro frágil. Se han
elaborado durante siglos muchas teorías sobre su origen, pero ninguna nos llega
a convencer del todo. No está claro cuándo y cómo se inició la primera forma
viviente sobre la tierra. Todavía es un misterio descubrir por qué una pequeña
célula tuvo que alimentarse y reproducirse para conservarse en el tiempo. Lo
que sí tenemos claro es la belleza de un planeta en el que nos topamos con
miles de vivientes a cada paso.
Hay vida en ese árbol de la esquina, en la planta de la terraza, en la semilla que traemos del campo, en la paloma que busca comida entre los niños que juegan, en las hormigas que asaltan la despensa... Hay vida en el agua del estanque, en la profundidad de un océano inquieto, en el polvo que nos trae el viento, y bajo la tierra que nutre un árbol viejo.
Hay vida en el vendedor de globos de
la esquina, en la anciana que pide limosna junto a una puerta, en el policía
que organiza el tráfico, en el vecino que pone música para todos los del
barrio. Hay vida en los niños que juegan a ser grandes y en los grandes que
quisieran ser de nuevo niños. En los embriones, a veces tan poco respetados, y
en los enfermos terminales, esos que luchan por conservar los últimos rescoldos
de energía.
Hay vida, y nos estremece recordarlo,
en nosotros mismos. También tú, también yo, estamos dentro de ese inmenso mundo
de la vida. Iniciamos a vivir desde dos células que se juntaron. Nos
desarrollamos en el seno de nuestra madre y nacimos en un año más o menos
lejano. Todos los días (esto vale también para quienes hacen dietas espartanas)
necesitamos la ayuda de alimentos que nos permitan continuar la vida.
Además, hemos de protegernos de mil
peligros, de bacterias, de coches, de escaleras y hasta de perros agresivos. Y
no dejamos de hacer algo de deporte para mantenernos en forma, para que los
músculos y pulmones estén sanos, fuertes y preparados a cualquier peligro.
Es maravilloso poder vivir un nuevo
día. El camino que nos ha permitido llegar hasta aquí nos invita a mirar hacia
delante, para conquistar un porvenir que siempre tiene algo de incierto, de
imprevisto; para proteger este tesoro, esta vida, que es frágil, vulnerable,
incapaz de asegurarse una semana más en esta tierra.
Cuidar la vida, defender la vida,
amar la vida. Cada vida nos desvela algo de un Amor mucho más grande, inmenso,
imaginativo, divino. Dios es, nos lo dice la Escritura, “amante de la vida”
(Sab 11,26).
Dios ama la vida del “hermano lobo” y
de la “hermana hierba”. De ese niño que acaba de ser concebido en el seno de su
madre y de ese anciano que ya no puede asomarse por la ventana para ver volar
las golondrinas.
Dios también ama mi vida, esa vida
que no pedí, desde la que puedo, en cada instante, devolver amor a quien todo
me lo ha dado. Esa vida con la que puedo enseñar a amar a quienes, junto a mí,
avanzan cada día hacia el encuentro eterno con un Padre enamorado.
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