Autor: Fernando Pascual
El mundo tecnológico quiere seguridades, promete garantías. Una nevera está asegurada por tres años, una computadora por un año, una caja de pastillas indica la fecha de caducidad, y un libro no nace sin haber recibido un número extraño y ser registrado en una oficina de derechos de autor, para que todo esté “bajo control”.
En el mundo de los médicos es cada vez más frecuente que el paciente tenga que firmar documentos que no entiende del todo. Firma que acepta que se registren sus datos en una computadora. Firma que sabe que tal operación tiene unos riesgos. Firma (quizá no muy seguro) que no es alérgico a este tipo de anestesia. Incluso alguna vez le pedirán que firme que, si muere, ni él (obviamente) ni su familia harán ningún juicio contra el hospital por los daños sufridos...
Algo parecido pasa con los juguetes, con el puesto de trabajo, con la comida, con los coches. Se obliga a algunas fábricas a introducir en las cajas de regalos tarjetas como esta: “No dejar en manos de niños menores de tres años”. “No permitir que los niños introduzcan este juguete en la boca”. Si algún producto no ha dado el aviso, no faltará quien acuse a la fábrica porque un niño se clavó en la garganta la espada de un soldadito de plomo, o se tragó una canica con sabor desconocido... Habrá compañías que obliguen a sus empleados a firmar que aceptan el riesgo de caerse por la escalera, o de perder parte de su vista por pasar siete horas diarias delante de una computadora, o de contaminarse por estar trabajando con una nueva sustancia química.
Desde luego, cierta prudencia es no sólo útil sino necesaria. Si existen peligros, hay que avisar. Pero no debemos llevar las cosas al extremo. Sería ridículo que llegue el día en el que antes de tomar un ascensor tengamos que firmar un documento en el que aceptemos todo lo que pueda pasar en el trayecto de subida o de bajada; o que en algunos restaurantes nos entreguen una ficha con estos avisos: “el cliente asume los riesgos anexos a la deglución de cada uno de los alimentos que le sean ofrecidos...”
Hemos de reconocer que mil garantías no son capaces de eliminar los peligros más imprevistos de la jornada. Las salidas de emergencia no son suficientes para evitar que mueran decenas de personas en el incendio de una discoteca. Los extintores no pueden hacer nada ante un avión que cae sobre unas casas. Los cinturones de seguridad sirven de muy poco cuando nos embiste un camión a 120 kilómetros por hora...
Con realismo y con prudencia hay que promover medidas de seguridad, pero sin ahogar la vida social, sin pretender que todo quede bajo control. Son más los peligros imprevistos que los que puedan ser prevenidos. Tal vez el querer tenerlo todo bajo control puede producir más problemas que soluciones.
Por eso, cuando ocurra una desgracia, en algunas ocasiones habrá que buscar responsabilidades, analizar fallos, revisar leyes. En otras, simplemente, habrá que aceptar que el mismo bajar una escalera implica un poco de riesgo y de aventura.
Quedarse encerrado en casa para evitar peligros imprevistos es perder la posibilidad de amar y de construir un mundo mejor. Tal vez un día nos rompamos una pierna por ir a visitar a un familiar enfermo, o quedemos contagiados por un nuevo virus de esos que giran por el mundo. Pero vale más sufrir por “culpa” de un gesto de amor que morir de pena en una burbuja de seguridades y garantías que no nos dejen hacer nada...
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