Autor: Fernando Pascual
Imaginemos por un momento los
millones de cambios genéticos que se producen entre los seres vivos a lo largo
de siglos y de milenios. Gracias a esos cambios, según un modo de entender el
evolucionismo, sería posible explicar la evolución de las especies.
Entre esos cambios genéticos,
algunos son vistos como “positivos” y otros como “negativos”. Serían positivos
aquellos cambios que favorecen al individuo, al dotarlo de algunas
características que lo hacen más apto para la vida. Serían
negativos aquellos cambios que perjudican al individuo, por hacer que tenga
algún defecto que pone en peligro su supervivencia.
Si, además, los cambios
genéticos se pueden transmitir de padres a hijos, parecería obvio que los
cambios positivos durarían más en el tiempo, mientras que los cambios negativos
terminarían pronto: con la muerte del individuo en cuestión o de sus herederos,
si éstos hubiesen recibido la característica negativa de sus padres.
En esta perspectiva colocamos
la siguiente pregunta: ¿es correcto hablar de cambios “positivos” y de cambios “negativos”?
En otras palabras, ¿existen errores y aciertos evolutivos?
Formular la anterior pregunta
supone reconocer en los cambios genéticos una especie de bifurcación. Algunos
serían mejores, otros peores. Pero ese modo de hablar, ¿respeta lo que es
propio del método científico o supone añadir una perspectiva valorial a la hora
de juzgar los diferentes cambios?
No es fácil dar con la respuesta. Intentemos
mirar la cuestión desde la perspectiva de la verdad y del error en la vida
cotidiana y en la investigación científica.
En nuestra vida ordinaria
aceptamos como correctas ciertas informaciones que luego, con el pasar del
tiempo, se desvelan como falsas. Mientras las aceptábamos estábamos en el
error. Cuando descubrimos la verdad, “progresábamos”.
Por su parte, los
investigadores saben que han existido y que existen en el mundo miles de
teorías. Unas quedan descartadas como falsas, como erróneas, desde
observaciones y experimentos nuevos. Otras quedan confirmadas, al menos durante
largos periodos de tiempo, como verdaderas, si bien corregibles a lo largo de
la marcha humana que también caracteriza el método científico.
Parece claro que en el ámbito
de las creencias ordinarias y de las teorías científicas existe una
mejorabilidad, que se consigue cuando queda descubierto y superado lo erróneo y
se comprueba y consolida lo verdadero.
Volvamos nuevamente a nuestra
pregunta: ¿es correcto aplicar lo anterior a las mutaciones genéticas: unas
serían “erróneas” y “negativas” y otras “positivas” (y quizá incluso “verdaderas”)?
Aquí radica uno de los temas
más complejos de la investigación científica: muchas veces, con mayor o menor
conciencia, en la mente del estudioso se mezclan datos observados con
apreciaciones que van más allá de lo empírico. Por ejemplo, considerar “positiva”
una existencia más larga y “negativa” una muerte precoz no es algo que
corresponda a la ciencia, sino a ciertos valores y principios que van más allá
del microscopio y de las observaciones
realizadas sobre los fósiles encontrados en una excavación arqueológica.
Por lo mismo, hablar de “errores
evolutivos” no sería posible si un científico se limitase a recoger y a describir
los datos observados, que ofrecen informaciones más o menos precisas, pero no “negatividades”
ni “positividades”.
Hablar, por lo tanto, de
errores o de aciertos evolutivos es algo que muestra una dimensión
antropológica del investigador que supera los datos concretos y que permite
elaborar interpretaciones más o menos válidas.
Aquí surgen otras preguntas,
que se recogen aquí como apertura a reflexiones futuras: ¿en qué consiste esa
dimensión humana que nos permite ir más allá del dato sensible? ¿Por qué no nos
limitamos a describir fenómenos sino que deseamos interpretarlos? ¿Qué tipo de
validez tienen esas interpretaciones?
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