Autor: Max Silva Abbot
Un aspecto que pocas veces se menciona a
propósito de la legalización del aborto, por muy acotadas que en un principio
sean sus causales (y que siempre aumentarán luego), es el profundo cambio de
mentalidad que se produce respecto de lo que constituye un hijo, o si se
prefiere, de la real dimensión de lo que significa la posibilidad de dar vida a
otro.
En efecto, tal vez una de las
experiencias más profundas que pueden tenerse sea haber engendrado a otro, pues
pese a nuestros muchos defectos y limitaciones, de alguna manera misteriosa,
tenemos la increíble capacidad de regalar vida, tal como a nosotros nos la
regalaron en su momento; y desde una perspectiva sobrenatural, de ser
cocreadores con Dios.
De esta manera, y al margen de las
creencias de cada uno, al estar ante un acontecimiento de tal magnitud (el
surgimiento de una nueva vida humana), parece imposible no ver ese hecho como
un gran misterio –el gran misterio de la vida–, incluso si ella se ha originado
en condiciones dramáticas.
Todo lo anterior tiene como una de sus
consecuencias, que la vida sea vista como un don y por lo mismo, como una
realidad que merece un irrestricto respeto.
Sin embargo, esta concepción de la vida
y de su dignidad queda totalmente mancillada cuando irrumpe la mentalidad
abortista, ya que ella deja de ser vista como un don y un misterio, y pasa a
ser entendida como un producto, como un resultado tangible y concreto (y por ello,
medible y cuantificable) de un mecanismo, por muy complejo y maravilloso que
sea. En suma, es imposible no acabar viendo el surgimiento de la vida como un
simple proceso productivo, sometido a sus mismas reglas de calidad y
oportunidad y por tanto, como algo que se puede dominar a voluntad.
Pero además, resulta inevitable que esta
visión no solo afecte a quien mira las cosas desde esta perspectiva, sino
también, y muy especialmente, a quien es observado desde la misma: ¿cómo
acabará sintiéndose aquel hijo que ya no es visto como un don, reforzado por el
misterio que rodea a su génesis, sino como un simple producto planificado a
voluntad y por ello, que al menos estuvo en potencia de ser desechado? Cuando
la mentalidad abortista se instala, toda nueva vida está en duda de antemano,
pues su respeto no es incuestionable, sino que se encuentra supeditado a sus
condiciones y circunstancias.
Es por eso que además del genocidio que
sufren las miles de vidas segadas antes de nacer y de las incontables mujeres
que padecen las secuelas de esta práctica, la introducción del aborto hiere lo
más profundo de una sociedad: la forma de vernos y de relacionarnos entre
nosotros mismos.
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