Autor: Fernando Pascual
Cristofobia y cristianofobia
pueden parecer dos cosas distintas. Una consiste en odiar a Cristo, en
considerarlo como un pseudoprofeta fracasado, en rechazar su mensaje y su
Evangelio como falso. Es la cristofobia.
Otra consiste en odiar a los
seguidores de Cristo, en ver a los cristianos como seres inmaduros y atrasados,
como enemigos del “progreso” y de las ideas de su tiempo, como fanáticos
peligrosos de los valores de la democracia y de la libertad. Es la
cristianofobia.
Para un cristiano, las dos
cosas van de la mano.
Porque quien rechaza a los discípulos de Cristo rechaza al
mismo Cristo y a su Padre (cf. Lc 10,16). Y quien rechaza a Cristo no
puede no sentir antipatía hacia los cristianos. “Si a mí me han perseguido,
también os perseguirán a vosotros” (Jn 15,20).
Por eso Saulo de Tarso
escuchó esta pregunta al encontrarse con Cristo: “Saulo, Saulo, ¿por qué me
persigues?” (Hch 9,4).
Cristo lo había explicado en la Última Cena : Él es la
vid, nosotros los sarmientos (cf. Jn 15). Estamos tan unidos a Él por
nuestra fe que formamos un solo cuerpo, somos parte del Señor (cf. Rm
12,5).
Para quien no cree, es
posible separar mentalmente a Cristo de los cristianos. Alguno dirá que admira
a Cristo como un gran hombre, como un auténtico Líder de la humanidad, mientras
que desprecia a los cristianos por sus incoherencias, sus pecados, sus delitos.
Otro, al revés, dirá que
reconoce muchos méritos y mucha bondad en no pocos seguidores de Cristo que
trabajan en hospitales, escuelas, barrios pobres, para ayudar a los demás. Pero
en seguida aclarará que Cristo no puede ser visto como Dios, que es exagerado
declararse poseedores de la religión verdadera, que sólo vale del cristianismo
su filantropía pero no sus dogmas.
Es erróneo separar a Cristo
de los cristianos. Están tan unidos que los creyentes no pueden ser entendidos
sin su fe y su unión con Jesús de Nazaret, Hijo de Dios e Hijo de María,
Redentor del mundo y Señor de la historia.
A la vez, Cristo está
presente en cada uno de los bautizados, de un modo profundo e íntimo. Incluso
podemos decir que está unido a cada hombre y mujer, a todos los seres humanos,
incluso a los no creyentes, aunque muchos no lo sepan.
Cristo “que es imagen de Dios
invisible (Col 1,15), es también el hombre perfecto, que ha devuelto a
la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En
Él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en
nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido,
en cierto modo, con todo hombre” (Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes,
n. 22).
No es posible separar
cristofobia y cristianofobia. El continuo río de sangre de miles de cristianos
muertos por creer en Jesús el Nazareno se une la Sangre salvadora de Cristo en
el Calvario. Ellos, como cada bautizado, pueden repetir las palabras de san
Pablo: “estoy crucificado con Cristo: y no vivo yo, sino que es Cristo quien
vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo
de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga 2,19-20).
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