Autor: Álvaro Correa
Se suele decir que si
lloviese dinero, no se mojaría el suelo. ¿Y si se tratase de diamantes?
Según unos científicos de
la Universidad de Wisconsin-Madison, en la parte superior de la atmósfera de
Júpiter se reúnen unas condiciones de presión y temperatura que convierten el
metano en trozos de grafito y diamante a medida que desciende a la superficie.
Debe ser algo
extraordinario. ¡Una lluvia de diamantes! Imaginemos que lloviesen esas piedras
preciosas sólo durante cinco minutos en nuestro barrio o ciudad. ¡Todos
saldríamos a la calle o terrazas con las manos abiertas, con redes, con baldes,
para pescar las más posibles!
Pidamos a la misma
imaginación que nos ayude a visualizar otra lluvia más maravillosa, esa que
cae, a veces serena, a veces a torrentes, sobre nuestra vida de cara a la
eternidad: ¡las bendiciones de Dios!
Podríamos decir que
nuestra humanidad “reúne unas condiciones de presión y temperatura”, es decir,
“de necesidad de amor y perdón” que toca las puertas del cielo. Nuestro buen
Dios nos responde con sus bendiciones embelleciendo nuestro camino hacia Él.
Un camino “estrecho y
arduo” que nos guía, entre las caricias del sol y los temores de la noche,
hacia el destino último de nuestra existencia y que da razón suficiente a los
misterios de nuestra carne mortal.
Abramos el corazón para
acoger los diamantes divinos, esas bendiciones que nos consuelan y motivan, que
nos comprometen y exigen, que nos hacen volver siempre la mirada a lo alto para
decir: ¡qué grande eres, Señor!
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