Autor: Fernando Pascual
Muchos bautizados
no comprenden el valor del ayuno, no saben para qué ayunar y por qué ayunar.
Algunos, porque ni siquiera conocen qué enseña el Evangelio y la Iglesia sobre
el tema. Otros, porque han dejado la propia fe en el armario del pasado. Otros,
simplemente, porque ven el ayuno como algo que va contra los propios gustos,
contra la “realización personal”.
Mientras no se
produzca un despertar religioso en muchos corazones, el ayuno seguirá en el
olvido. O será vivido, entre quienes desean “cumplir” y obedecer lo que pide la
Iglesia, con rutina, con fastidio, como una norma del pasado que se soporta con
la esperanza de que pronto termine la Cuaresma y llegue la Pascua.
La fe profunda y
el sentido religioso permiten descubrir el porqué del ayuno. Pero si no hay fe,
si la religión es una dimensión raquítica, ¿qué hacer?
Lo que hay que
hacer es, precisamente, ayunar para abrirnos al mundo de la fe. Porque sólo cuando
aprendemos a romper con la esclavitud de la avaricia, del placer, de la gula,
del vivir esclavos de la curiosidad malsana y de los caprichos, empezamos a
dejar espacio libre a la acción de Dios en las almas.
En otras palabras:
la tibieza con la que se ve el ayuno se destruye cuando acogemos el mismo ayuno
como camino para romper esa tibieza y para abrirnos al mundo de la fe, de la
esperanza, del amor.
El ayuno no sirve
sólo para fortalecer al creyente (algo muy importante); sirve, sobre todo, para
iniciar el camino de la fe. No
sirve sólo para alimentar la esperanza; sirve, especialmente, para alejarnos de
seguridades falsas y para confiar en el único Omnipotente. No sirve sólo para
que repartamos nuestros bienes y nuestro tiempo con quien lo necesita; sirve, de
un modo concreto y profundo, para romper con los engaños de la ambición y del
egoísmo, para abrir los ojos ante tantas personas que necesitan amor, compañía,
solidaridad, ayudas concretas y urgentes en su cuerpo y en su espíritu.
Como explicaba el
Papa Benedicto XVI, la privación del “alimento material que nutre el cuerpo
facilita una disposición interior a escuchar a Cristo y a nutrirse de su
palabra de salvación. Con el ayuno y la oración Le permitimos que venga a saciar el
hambre más profunda que experimentamos en lo íntimo de nuestro corazón: el
hambre y la sed de Dios” (Mensaje para la Cuaresma 2009).
El ayuno tiene que
convertirse, para nuestra generación, en algo imprescindible para descubrir lo
imprescindible. De este modo, podremos vivir según un Evangelio que cura, que
salva, que levanta y que cambia el corazón y la vida.
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