Autor: Fernando Pascual
Cientos de científicos e intelectuales se habían reunido para
preparar el manifiesto por un mundo perfecto.
Allí estaban médicos y biólogos, geólogos y astrónomos,
meteorólogos y ambientalistas, economistas y químicos, sociólogos y psicólogos,
ingenieros y matemáticos, arquitectos y agrónomos, filósofos y periodistas.
La primera sesión tenía un título atrevido y difícil: “Por la construcción de una mentalidad científica”.
Para ello, un grupo de ponentes subrayó la importancia de
eliminar todas aquellas visiones “primitivas” que impedían el desarrollo de los
pueblos. Atacaron a las religiones y la magia, la brujería y la superstición,
las fábulas y las tradiciones absurdas transmitidas de generación en generación
entre personas ignorantes y retrógradas.
Otros relatores preferían formular propuestas positivas. Ese
era el tema en discusión: crear en el mundo una mentalidad científica. Para
ello, resultaba urgente ayudar a las personas a pensar no en clave de consumo y
bienestar, sino en función del respeto hacia las fuerzas que rigen los
equilibrios del planeta.
Pero aquí surgieron enormes discrepancias. Unos decían que lo
más importante era controlar la población mundial e iniciar un proceso para que
el número de humanos quedase reducido a 1000 millones de unidades. Otros decían
que el problema no era el número, sino la cantidad de consumo, y que los países
ricos deberían volver a sistemas económicos similares a los así llamados países
pobres. Otros criticaban los acuerdos internacionales para reducir gases
tóxicos por el alto costo que implicaban y porque impedían invertir en la
mejora de las condiciones de vida de millones de seres humanos. Otros defendían
a ultranza esos mismos acuerdos y consideraban que era sumamente irresponsable
ponerlos en discusión ante las emergencias del planeta.
Un grupo de especialistas afrontaba el tema de la presunta
superioridad del ser humano respecto a los otros seres vivos de la tierra.
Varios científicos declararon que después de Darwin era absurdo hablar de
“almas espirituales” y de diferencias profundas entre hombres y animales.
Si todos procedemos de un mismo tronco, si la vida no es más
que un proceso casual debido a mecanismos cada vez mejor estudiados, llegaba la
hora de dejar orgullos absurdos y discriminaciones “específicas”: la hermandad
universal entre todos los animales debía ser implantada a través de acuerdos
nacionales e internacionales.
Otros consideraron estas propuestas demasiado radicales y
difícilmente proponibles ante tantas personas que mantenían aún ideas
filosóficas y religiosas sumamente “anticuadas” (según ellos). Había que ir
poco a poco, a través de ataques a las religiones por sus posturas intolerantes
y anticientíficas, para que, una vez desprestigiadas, los intelectuales
pudiesen imponer en el mundo una perspectiva moderna, atea y verdaderamente
justa respecto de los demás seres vivos.
El día pasaba y las discusiones transcurrían entre momentos
de mayor consenso y momentos de divergencias profundas. No todos estaban de
acuerdo en que tal sistema de riego era bueno o malo, o que los transgénicos
podían servir a mejorar el mundo o lo estaban arruinando, o si se podía usar el
DDT para combatir la malaria o dejarlo de lado aunque cada año millones de
personas fuesen contagiadas por culpa de la picadura de un mosquito...
A pocos metros del salón de congresos, un grupo de jóvenes
había salido de la parroquia. Fueron a un asilo de ancianos, con sus guitarras
y su alegría. Pasaron con ellos una tarde espléndida: chistes, cantos, lágrimas
de alegría, anécdotas e incluso un momento de baile entre los ancianos más
decididos.
Es verdad: todos queremos un mundo más perfecto. Unos lo
buscan sin Dios, de espaldas a todo lo que consideran como “superado” e inútil,
porque no pueden medirlo con sus instrumentos técnicos o sus estudios altamente
científicos. Otros lo hacen desde las palabras de Jesús el Nazareno. Un Maestro
que nos enseñó a dar un vaso de agua fresca a quien nos lo pide a veces con un
silencio lleno de deseos.
La fe lleva al amor, y el amor lleva al servicio. Por eso,
también el cristiano sabrá promover estudios y aplicar nuevas técnicas para que
el mundo sea un poco más bueno. Pero lo hará siempre desde una certeza
profunda: cada vida humana vale mucho, muchísimo, porque ha sido tocada por el
Amor eterno de un Dios bueno.
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