Autor: Max Silva Abbott
En muchos
aspectos vivimos una época paradójica, debido a la notable tendencia de muchos
por explotar las debilidades de las personas –o mejor dicho, de las masas– con
todo tipo de fines (económicos, ideológicos, políticos, etc.).
En efecto, es
cosa de ver cómo hoy se incentiva el egoísmo en todas sus formas, de manera
imaginativa y solapada. Ello explica que por regla general, los sujetos estén
cada vez más aislados unos de otros, atacados por una desmedida ocupación
consigo mismos, que los lleva incluso a una especie de paranoia persecutoria.
De esta manera,
el consumismo desenfrenado, el afán por figurar y ser admirado (o incluso
envidiado) por otros, o la irrefrenable aspiración por todo tipo de sensaciones
nuevas, por descabelladas que sean, marcan la pauta del día a día de muchas
personas.
Así, conductas
que otrora fueran consideradas poco recomendables, en atención al daño que
ocasionan a quien las practica y a sus cercanos, hoy campean a sus anchas,
siendo un buen resumen de lo anterior, los clásicos siete pecados capitales:
soberbia, lujuria, ira, avaricia, envidia, pereza y gula. Para muchos, hoy ya
no solo han dejado de ser algo malo o al menos no recomendable, sino un ideal
de vida.
El problema,
como es evidente, radica en que la convivencia se torna muy difícil con estas
premisas, tanto por una desmedida preocupación por uno mismo, como porque para
conseguir estas metas, frecuentemente habrá que pasar a llevar a terceros.
Es por eso que
se dictan cada vez más leyes que intentan solucionar algunos de estos
problemas, aunque al mismo tiempo, otras los alimenten, al incentivar estas
conductas. Parece que muchos creen que ellas solucionarán, como por arte de
magia, tanto sus secuelas para nuestra convivencia, como el deseo desenfrenado
por estos vicios.
¿Imagina alguien
que semejante contradicción logrará resultados positivos? Es esto,
precisamente, lo paradójico: porque poco se hace por exaltar las virtudes –en
realidad, es casi lo contrario–, al estar sumidos en una sociedad hedonista, y
al mismo tiempo, se acude a la ley para que solucione los problemas que lo
anterior ocasiona. Y no nos damos cuenta que para que las cosas funcionen,
somos nosotros, y no otros, los que debemos cambiar. O si se prefiere, que las
leyes no pueden nada sin la colaboración humana, porque a fin de cuentas, somos
nosotros los llamados a cumplirlas.
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