Autor: Jesús David Muñoz
En 1896, el escritor y poeta Rainer
Maria Rilke expresaba con estas palabras la crítica al cristianismo y el ideal
pregonado años antes por Friedrich Nietzsche en obras como El Anticristo
(1888) y Ecce Homo (1889): «Eso que se adora como el Mesías,
convierte al mundo en un hospital. Llama a sus hijos, sus bien amados, a los
débiles, a los desgraciados y a los enfermos. ¿Y los fuertes? ¿Cómo nos
podríamos superar, nosotros, si prestamos nuestra fuerza a los desgraciados, a
los oprimidos, a los viles perezosos, desprovistos de sentido de la energía?
Que caigan, que mueran solamente los miserables. ¡Sed duros, sed terribles, no
tengáis piedad! ¡Debéis ir adelante, siempre adelante! Pocos hombres, pero
grandes…, construirán un mundo con sus brazos vigorosos, musculosos,
dominadores, sobre los cadáveres de los débiles, de los enfermos» (citado por Henri
de Lubac en El drama del humanismo ateo).
En la actualidad, los progresistas
defensores del «derecho» de las mujeres a disponer de su cuerpo con el aborto,
del «derecho» a una «muerte digna» con la eutanasia y el suicidio asistido,
etc., acusan al cristianismo, no ya de la pusilanimidad y cobardía que
recriminaba el filósofo alemán, sino de crueldad inhumana e insensible frente
al problema del dolor y de las libertades humanas.
¿Qué pasa? ¿A qué se deben estos dos
reproches aparentemente tan contradictorios? ¿Ha cambiado la Iglesia o el mundo
se ha vuelto loco? Ambos ataques en sí son el mismo, con la sorprendente
diferencia de que uno se esconde detrás de la fuerza y del «progreso» y el otro
detrás de la «benevolencia».
En realidad, la postura de la Iglesia
frente al hombre y a sus problemas existenciales camina incólume y llena de luz
a través de los siglos, mientras el mundo, como médico que pretende curar un
cáncer con analgésicos, va de un lado a otro jugando a ser «bueno» y
«compasivo», recetando soluciones mediocres al drama de la humanidad, muchas
veces señalando falsamente la muerte como la única puerta de emergencia en la
que se lee «EXIT».
Ciertamente, la compasión siempre ha
estado en el corazón de la predicación cristiana, pero no la confunde con
falsas misericordias que parecen más bien bonachonerías indiferentes, que nada
tienen que ver con el amor auténtico, de por sí exigente y magnánimo, como el
de un padre para con sus hijos. En otras palabras, nunca será compatible el
cristianismo con la propuesta liberalista y utilitarista que busca acabar con
el sufrimiento humano eliminando al que sufre y erradicar la enfermedad
exterminando al enfermo, incluso si éste aún no ha nacido.
El progresismo presenta en su base una
profunda indiferencia por el hombre, que no es otra cosa sino desprecio o, como
bien decía Chesterton, «es un nombre elegante para la ignorancia». El lema de
su liberalismo moral parece ser: «con tal de que los hombres se lo pasen bien,
que hagan lo que quieran». Poco le interesa que la humanidad se vuelva buena o
mala, lo único importante es que no sufra. Pero cuando el hombre acepta ser
tratado con semejante negligencia y rechaza la incomodidad que implica ser
elevado a ese destino más glorioso para el que está hecho, no está deseando más
amor, sino menos.
En el fondo, la Iglesia sabe que no hay
gente meramente vulgar. Cada ser humano, nacido o no-nacido, sano o
agonizante, hombre o mujer, rico o pobre, está hecho para la eternidad.
Existirá para siempre, sobreviviendo a toda organización, toda nación, toda
civilización sobre la tierra. Cuando C.S. Lewis abandonó el ateísmo y se
convirtió al cristianismo percibió claramente esta visión del hombre: «Cuando
los soles y nebulosas se hayan extinguido cada uno de nosotros seguirá viviendo
[…] Nunca hemos hablado a un mero mortal […] Los seres con quienes bromeamos,
trabajamos, nos casamos, a quienes desairamos y explotamos son inmortales,
horrores inmortales o esplendores inacabables. Después del Santísimo Sacramento
el prójimo es el objeto más sagrado ofrecido a nuestros sentidos» (C.S. Lewis, El
peso de la Gloria).
Consciente de esto y movida por un amor
auténtico, la Iglesia seguirá marcando al ser humano un camino arduo hacia la
Gloria, porque no existe otro. Parafraseando al imprescindible Chesterton, el
hombre no necesita una Iglesia que le dé la razón cuando éste la tiene, sino
una Iglesia que tenga la razón cuando él se equivoca.
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