Autor: Max Silva Abbott
Muchos consideran que la existencia de
normas limita e incluso anula nuestra libertad, y que su ausencia nos permitiría
obrar a nuestro antojo, maximizándola. De este modo, ellas serían una especie
de maldición y a lo sumo, un costo necesario para permitir la convivencia, al
evitar que nos devoremos mutuamente cual lobos salvajes.
Sin embargo, si se mira con más atención,
se descubre que en muchos casos, estas prescripciones de la conducta humana
jurídicas y no jurídicas, lejos de limitar o hasta destruir nuestra libertad,
la potencian, e incluso, le permiten existir.
Piénsese a modo de ejemplo, en las
reglas del tránsito: ellas regulan un cúmulo de comportamientos (sentido del
flujo vehicular, velocidad, señalización, etc.). No solo eso: además de normar
el modo de desplazarse –tanto el motorizado como el peatonal–, se encargan de
muchísimas cosas más: los requisitos para poder conducir, las dimensiones y
materiales requeridos para hacer las calles, las características de la
señalética y un largo etcétera.
Ahora bien, ¿limita o incluso anula todo
esto nuestra libertad? En realidad, no: lejos de destruirla, estas normas la
incrementan, según se adelantaba, e incluso le permiten existir.
En efecto: ¿se imagina alguien qué
pasaría si no existieran reglas para el tráfico vehicular, si cualquiera
pudiera conducir con los atributos y del modo que estimara conveniente, o que
no hubiera directrices para la construcción y el trazado de las calles? En una
situación semejante, lejos de tener más libertad, nos estorbaríamos entre
todos, haciendo de este modo que el desplazamiento de un lugar a otro (que es
el objetivo final de las reglas del tránsito) fuese imposible o al menos,
muchísimo más difícil y hasta peligroso.
Lo anterior significa que en este y
otros muchos casos (como la regulación de los contratos, por ejemplo), las
normas, lejos de quitarnos libertad, hacen todo lo contrario.
Es por eso que una adecuada y más
realista visión de las normas (que dicho sea de paso, son entes culturales
bastante curiosos, en atención a los efectos que producen) lleva a la
conclusión opuesta a la que tradicionalmente se tiene, y que lejos de ser una
maldición, pueden llegar a ser una de las obras maestras del ingenio humano;
siempre, por supuesto, que su contenido sea racional y no arbitrario, o si se
prefiere, a condición que tengan en cuenta la verdadera realidad y necesidades
humanas y no sean fruto del capricho, la arbitrariedad o el afán de poder.
En consecuencia, las normas
correctamente formuladas pueden convertirse en grandes aliadas del obrar humano
y en una de las máximas pruebas de nuestra racionalidad.
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