Autor:
Fernando Pascual
Las
discusiones sobre la muerte encefálica (o muerte cerebral, aunque no todos la
entienden como idéntica a la muerte encefálica) muestran que estamos ante un
tema complejo. Porque, en el corazón de esas discusiones, se cruzan varios
problemas y perspectivas. ¿Cuáles?
Sin
pretender mencionar los muchos aspectos de la cuestión, nos fijamos en los
siguientes: ¿cómo entender la muerte, especialmente con ayuda de la filosofía?
¿En qué medida la tecnificación de la medicina y sus costos han cambiado el
panorama? ¿Cómo influye, a la hora de determinar si alguien está muerto, el
interés de aprovechar sus órganos para un eventual transplante? ¿Cómo
establecer parámetros médicos adecuados que sirvan para constatar si se ha dado
efectivamente la muerte de un ser humano en un contexto tecnológico como el de
muchos hospitales?
En
cierto sentido, las preguntas apenas mencionadas se relacionan entre sí. Según
cómo se defina filosóficamente la muerte se propondrá un modo de constatarla
técnicamente, unas líneas guía sobre cuándo y cómo usar y no usar aparatos de
reanimación y otros tratamientos, y unas posibilidades respecto de la
extracción y transplante de órganos.
Empecemos
por el primer tema: ¿cómo definir la muerte? No resulta fácil encontrar una
buena definición para un hecho que constatamos con frecuencia y que forma parte
ineliminable de la existencia humana. Como punto de partida, reconocemos que
sólo hay muerte si antes ha habido vida, y la noción de vida también es difícil
de aferrar.
Si
acudimos a la filosofía, morir implica un cambio profundo, sustancial, por el
que un ser viviente deja de serlo y se convierte en una realidad no viviente.
La definición deja aspectos en el aire, pues al morir un ser viviente siguen
presentes en su cuerpo otras formas de vida: algunas células siguen activas,
además de que “aparecen” microorganismos que empiezan a desarrollar un trabajo
frenético. A pesar de lo anterior, notamos como característica de la muerte el
hecho de perder un nivel de unidad biológica funcional que se daba
anteriormente y que deja de darse, y que impide la realización autoregulada de
actividades básicas, como las propias de la nutrición.
Podemos,
entonces, indicar que la muerte consiste en la pérdida de la vida de un ser de
nuestro mundo. Otra definición filosófica, que tiene dos importantes aladides,
Platón y Aristóteles, nos dice que morir es perder el alma. Un cordero vive
mientras tiene alma. ¿Cuándo se pierde el alma? Cuando el organismo queda tan
dañado que desaparece en él la coordinación necesaria para que se dé un
determinado tipo de alma que lo mantenga en vida.
Este
tipo de definiciones parecen complejas, pero pueden simplificarse si decimos
que morir es dejar de ser un viviente de una especie concreta. Dejar de vivir
como hombre, o como ciervo, o como abeja, o como caracol.
Respecto
de los seres humanos, morir es perder la propia existencia biológica; o, si se
acoge una idea clásica, morir consiste en la separación entre el alma y el
cuerpo. No es el momento para detenernos a explicar lo que sea el alma humana,
pues necesitaríamos para ello una elaboración articulada y compleja.
Simplemente nos situamos en la perspectiva según la cual la muerte implica el
final de la existencia terrena de un ser humano, pero no su total aniquilación,
pues el alma pervive tras la muerte, por tratarse de un alma espiritual.
La
muerte de cada hombre, de cada mujer, tiene un carácter único, precisamente
porque el ser humano posee una naturaleza especial, un modo de existir que lo
sitúa en un lugar inigualable entre los demás seres vivos que conocemos en el
planeta. Ello explica por qué ofrecemos tantas atenciones a varios niveles
(médico, psicológico, espiritual) a cada uno, sobre todo cuando se acerca ese
momento inexorable de su muerte.
Entramos
así al segundo aspecto de nuestro tema: la tecnificación de la medicina. Con
los progresos de la ciencia y de la técnica, muchas situaciones que en el
pasado llevaban inexorablemente y con bastante rapidez hacia la muerte pueden
ser superadas, al permitir curar a las personas, o al mantenerlas en vida
durante semanas, meses e incluso años, a pesar de seguir dañadas por algunas
enfermedades de gravedad.
La
enumeración de tales progresos podría ser larguísima. Sería suficiente recordar
las mejoras en la higiene (algo que falta todavía hoy en no pocos lugares del
planeta), las vacunas, la respiración artificial, las transfusiones de sangre,
los antibióticos, la diálisis, la microcirugía, los transplantes de tejidos y
órganos, el uso de antidoloríficos y calmantes, etc.
Algunas
personas necesitan, por la situación en la que se encuentran, la ayuda de una o
varias de las nuevas tecnologías médicas, a veces con gastos sumamente
elevados. Basta con visitar la zona de reanimación de algunos hospitales para
percibir la complejidad de los aparatos empleados, que en ocasiones son
producidos a precios muy altos, y cuyo mantenimiento y uso también es costoso.
Los
beneficios de estos progresos están a la vista. Millones de personas, que hace
un siglo habrían muerto en su infancia o juventud, pueden llegar a vivir más
allá de los 70 años, en condiciones de vida bastante aceptables. Al mismo
tiempo, no podemos olvidarlo, otros millones de personas están privadas del
acceso a esos progresos, incluso a curas básicas, por falta de recursos propios
y/o públicos, lo cual explica la poca esperanza de vida de la población en
algunas regiones de nuestra tierra.
Aquí
hemos de señalar una situación nueva para las familias y las sociedades. En los
países con una asistencia médica más avanzada, resulta posible prolongar el
tiempo de vida, con el uso de aparatos más o menos sofisticados, de personas
que han sufrido graves daños y a las que resulta muy difícil devolver a condiciones
de vida más o menos autónoma.
Un
caso paradigmático es el de quienes viven durante años en estado vegetativo.
Otro es el de quienes pueden sobrevivir sólo con la ayuda de aparatos muy
costosos, por ejemplo con un pulmón de acero. El caso de la española Olga
Bejano Domínguez resulta ser, en ese sentido, paradigmático.
Este
tipo de situaciones no sólo crea un aumento de gastos, que alguien debe pagar
(el mismo enfermo, sus familiares y conocidos, las compañías aseguradoras, el
Estado), sino que también lleva a algunas personas, movidos por una errónea
idea de compasión, a desear que el enfermo deje de sufrir, lo cual sería
posible adelantando su muerte. Es decir, se hacen presentes propuestas de
eutanasia en sus diversas formas, con las que, algunos dicen, se abreviarían
dolores y gastos al provocar la muerte de un ser humano situado en condiciones
que muchos califican como de baja “calidad de vida”.
No
nos detenemos en elaborar un juicio sobre la eutanasia y sobre la necesidad de
distinguir entre tratamientos proporcionados y ensañamiento (encarnizamiento)
terapéutico. Basta con recordar lo ya explicado en un documento publicado por
la Congregación para la doctrina de la fe en 1980 con el título “Iura et bona”
para un buen enjuiciamiento ético sobre esta temática.
Pasamos
así al tercer aspecto: los transplantes de tejidos y órganos. Es un tema
relativamente nuevo y que ha abierto fronteras prometedoras gracias a los
enormes progresos de la medicina que acabamos de recordar. Con un mejor
conocimiento del organismo humano y con medicinas e instrumentos cada vez más
sofisticados, es posible ofrecer a miles de personas tejidos y órganos con los
que mejorar su salud y prolongar el tiempo de su existencia terrena.
No
es el caso explicar los diversos aspectos médicos que giran en torno a los
transplantes, sobre todo respecto de la calidad del órgano transplantado y de
su compatibilidad en quien lo recibe. Es obvio que un órgano que va a ser
transplantado podrá ayudar eficazmente a un receptor si tal órgano es obtenido
en las mejores condiciones posibles.
En
vistas a esas condiciones optimales, se comprende que extraer órganos de
personas fallecidas en el sentido clásico del término (después de la cesación
de toda actividad respiratoria y cardíaca) no resulte especialmente eficaz,
pues algunos órganos candidatos a ser transplantados quedan dañados en mayor o
menor medida por la falta de irrigación sanguínea y los demás procesos que
siguen a la muerte.
Por
lo mismo, un donante será más “adecuado” si ofrece un órgano en condiciones de
salud (como ocurre cuando una persona sana cede un riñón a otro), en
condiciones de falta de salud pero con el apoyo de aparatos que mantienen
ciertas funciones básicas (nutrición, respiración, circulación sanguínea), o en
una situación de muerte encefálica (sobre la que hablaremos un poco más
adelante). Igualmente, reducir al máximo el tiempo que pasa entre la muerte del
donante, la extracción del órgano y su transplante en el receptor resulta clave
para que todo el proceso obtenga beneficios aceptables.
La
reflexión ética sobre el tema de los transplantes no puede dejar de lado una
serie de preguntas: ¿existe una obligación de donar órganos a quienes no pueden
vivir sin un transplante? ¿Puede el donante poner en peligro su salud desde la
pérdida de una parte de sí mismo? ¿Qué tipo de costos hay en los transplantes y
quiénes los deben pagar? ¿Cuándo un transplante implica más daños que
beneficios en quien lo recibe? ¿Con qué criterios seleccionar a varios
pacientes que recibirían sin grandes problemas de rechazo un único órgano
disponible?
Por
lo que respecta a transplantes desde un cadáver, la pregunta central es: ¿con
qué criterios tener certeza de que el cuerpo del donante ya pertenece a un ser
humano fallecido? En otras palabras, ¿cómo constatar con seguridad que la
muerte ha tenido lugar y que ya sería lícito extraer los órganos de este
cadáver? ¿Y qué sistemas de reanimación pueden usarse sobre un cadáver con el
fin de conservar de la mejor manera posible sus órganos en vistas a un eventual
transplante?
Con
esta última pregunta tocamos el cuarto aspecto que habíamos señalado al
principio, y lo hacemos precisamente desde el tema de los transplantes de
órganos. Al hacerlo así evocamos la situación histórica en la que se elaboró una
de las primeras definiciones de muerte cerebral: una comisión en Harvard, el
año 1968, que tenía entre sus objetivos determinar los parámetros que permiten
tener certeza de estar ante un cadáver para facilitar la extracción de sus
órganos. Con esos parámetros, se pensó, sería posible dejar de “mantener”
artificialmente (con aparatos costosos, no lo olvidemos) a aquellos cuerpos de
personas fallecidas pero que conservaban funciones vitales gracias a la
técnica; por otro, habría seguridad de que la extracción de los órganos de esos
cuerpos mantenidos artificialmente en condiciones “vitales” no provocaba su
muerte, pues ya estarían muertos...
El
informe de Harvard de 1968 establecía una serie de parámetros desde los cuales
se podría constatar que el cerebro había dejado de coordinar y mantener la
unidad del organismo, por lo que uno estaría muerto a pesar de las apariencias
de vitalidad que serían simplemente el resultado del uso de los modernos
aparatos de reanimación y sustentamiento.
Hay
que constatar que existen en el mercado diversas teorías sobre cuáles sean los
parámetros para constatar la muerte cerebral, mientras que otros prefieren
hablar, de un modo más preciso, sobre muerte encefálica. Igualmente, no todos
concuerdan a la hora de indicar qué partes del encéfalo habría que considerar
para ver si uno está o no está muerto. Algunos, por ejemplo, suponen que habría
muerte cuando está dañada la parte cortical del cerebro. Otros, en cambio,
consideran que sólo hay muerte cuando están dañadas de modo irreversible todas
las partes del encéfalo, es decir: el cerebro, el cerebelo y el
tronco-encéfalo.
El
panorama se hace más complejo si recordamos que un filósofo como Hans Jonas
consideró éticamente incorrecto usar la idea de muerte cerebral para extraer
órganos de un cuerpo humano mientras seguía unido a los aparatos que lo
mantenían con ciertas funciones “vitales”. Según este autor, la muerte no es
algo que puede ser identificado con un momento concreto ni desde señales de
daño cerebral irreversible, sino un proceso. Según Jonas, sólo sería lícito
extraer órganos en aquellos cuerpos que hubieran sido desconectados de los
aparatos que los mantenían en una forzada “reanimación”, cuando ya fuera
evidente que no tenían ninguna actividad cardíaca ni respiratoria autónomas.
Hay
autores de ámbito católico, como Josef Seifert y Robert Spaemann, que también
se han opuesto al uso de la idea de muerte cerebral para permitir la extracción
de órganos vitales de un cuerpo cuya muerte no habría sido constatada con la
suficiente certeza a través del uso de parámetros inseguros, insuficientes o
mal utilizados, como el de la muerte cerebral.
Otros
autores, también de ámbito católico, como el cardenal Elio Sgreccia, se
muestran más abiertos a un uso éticamente correcto de la constatación de la
muerte desde el criterio neurológico (muerte encefálica); es decir, desde una
serie de parámetros que indican la pérdida de la unidad mínima necesaria para
que un organismo esté dotado de vida autónoma. Tales parámetros, si determinan
que ha habido una cesación irreversible de todas las funciones encefálicas,
serían suficientes para estar seguros de que estamos ante un cadáver.
Como
se ve, estamos ante un tema complejo y con muchas perspectivas. Hay, sin
embargo, algunos criterios fundamentales que no pueden ser dejados de lado, y
que por desgracia no son compartidos por quienes abordan estas temáticas. Tales
criterios son: hay que respetar siempre a la persona humana; hay que ayudarla a
conservar su vida en la medida de lo posible y sin menoscabo del respeto a
otros; hay que promover todo aquello que tutele la salud y que permita una
atención adecuada a las personas enfermas; hay que evitar toda intervención
excesiva y desproporcionada cuando ya no es posible restablecer la salud y
cuando hay graves inconvenientes de tipo humano, familiar y social; nunca será
lícito extraer órganos u otras partes del cuerpo de un ser humano en aparente
muerte encefálica si no existe la certeza suficiente de que ya ha fallecido,
como tampoco es lícito provocar tal muerte por falsa compasión o para utilizar
partes del cadáver.
Son
criterios generales, pero que suponen admitir una verdad que ha sido mencionada
anteriormente: todo ser humano, por su condición espiritual, goza de unos
derechos intrínsecos, entre los que se encuentra el derecho a la vida y al
cuidado de su salud, desde su concepción hasta que se produce su muerte.
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