Autor: Álvaro Correa
Una persona feliz ilumina los caminos que recorre en este mundo. Ahora
bien, parece que el nombre de ciertos lugares nos dice que personas poco
felices han dejado una huella profunda.
Con el pasar del tiempo se diluyen los detalles de lo ocurrido, pero nos
quedamos con el nombre del lugar y lo vamos pasando de mano en mano, a modo de
referencia, algo así como unas pinzas de tendero para sujetar un pedazo
grisáceo de historia pasada.
Y resulta que, esparcidos por el mapa, encontrarmos lugares, incluso muy hermosos,
paradisíacos, que han sido bautizados con nombres tristes.
He aquí algunos ejemplos: “Cañón del fracaso” en Samak, Utah (USA), “Fin
del mundo” en Aylesbury (Reino Unido), “Playa del asesinato” en Heyward Point
(Nueva Zelanda), “Playa del divorcio” en Cabo San Lucas (México), “Isla del
terror” (Japón) e “Isla Masacre” en Ontario (Canadá), entre otras.
No es agradable investigar en la razón de cada nombre. Pensándolo
fríamente, si la mancha de cada desvarío humano diese nombre al lugar donde se
efectúa, ¿qué ángulo del mundo quedaría limpio?
Aquí, mejor que nunca, conviene volver la mirada al cielo para sentirse
abrazados por la misericordia de Dios, pues, “donde abundó el pecado, sobreabundó
la gracia” (Rom 5,21).
Más bien, pensemos en que nuestra vida santa pueda dignificar este mundo y
regalar nombres bellos a sus paisajes.
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