Autor: Felipe Castro
La Resurrección de Jesucristo: un misterio que sobrepasa nuestras
categorías, nuestros esquemas mentales, nuestra capacidad de imaginación. Pero
real. Y esto es lo que confesamos mediante los gestos, los símbolos, las
palabras de la bellísima liturgia del tiempo pascual.
Sí: Cristo, el Verbo de Dios hecho hombre en Jesús, que padeció y murió
para redimirnos de nuestros pecados, ha resucitado, está vivo, está con
nosotros.
Lo hemos contemplado y acompañado durante las horas de su pasión y
muerte. Pero, como dice el Papa, “esta contemplación del rostro de Cristo no
puede reducirse a su imagen de crucificado. ¡Él es el Resucitado! Si no fuese
así, vana sería nuestra predicación y vana nuestra fe (cf. 1 Co 15,14)
(Juan Pablo II, Novo Millennio Ineunte, n. 28).
La fe en la Resurrección de Jesucristo es la piedra angular de todas
nuestras certezas. Contiene la respuesta a los grandes interrogantes que
atormentan a los hombres. Allí, en la resurrección de Cristo, está la respuesta
de Dios Padre a esa enorme pregunta que nos hemos hecho durante las horas de la
agonía y de la muerte de Jesucristo: ¿Dónde estaba Dios, mientras su Hijo
padecía y moría? Parecía escondido, al grado que el mismo Cristo llegó a lanzar
ese grito desconcertante: “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?”.
La respuesta es: Allí estaba Dios, con Él. Quizás en silencio. Pero estaba. Y
la prueba está aquí, ahora, en la resurrección.
La misma pregunta nos vuelve una y otra vez, cuando lanzamos una mirada
al mundo y contemplamos el espectáculo de los tantos horrores que afligen a los
hombres. Cuánta gente se lo ha preguntado: “¿Dónde estaba Dios el 11 de
septiembre? ¿Dónde estaba Dios el 11 de marzo? Y hoy, ¿dónde está Dios, mientras
decenas y centenas de personas siguen muriendo diariamente en medio oriente?
¿Dónde está Dios, mientras miles de hombres siguen muriendo, cercenados por las
balas, o por el hambre, o por las enfermedades, en muchos países de África,
ante la indiferencia o el olvido de los grandes de la tierra? ¿Dónde está Dios
mientras miles de niños se ven obligados a coger un fusil para ir a matar a
otros niños, antes de caer ellos mismos acribillados? ¿Dónde está Dios?
Y si miramos más cerca, ¿dónde está Dios mientras la Iglesia sufre la
traición de algunos de sus hijos, mientras tiene que seguir cerrando templos
porque en muchos de ellos ya no hay quien administre los sacramentos, y peor
aún, porque ya no hay a quien administrárselos?
La respuesta: Dios está allí, donde parece ausente. Y la prueba está en
que Cristo ha resucitado. Dios está allí en Cristo resucitado. Y esta
revelación nos da la certeza de que, incluso cuando todo parece perdido, la
causa del hombre ya ha sido ganada.
Los hechos parecerían desmentir cruelmente esta certeza. Se diría que,
más que hombres de fe, somos unos ilusos. Pero no es así. Cristo realmente ha
vencido la muerte, ha vencido el pecado. Cristo le ha devuelto al hombre su
dignidad; más aún, lo ha hecho hijo de Dios; y le ha dado la capacidad y los
medios para vivir como tal. Lo que ha faltado es que nosotros, que hemos
conocido y experimentado la novedad, la grandeza, la sublimidad del evangelio,
llevemos esta revelación a quienes no lo conocen.
Por eso, aquellas preguntas “¿dónde estaba Dios?”, “¿dónde está Dios?”,
están mal formuladas. La pregunta es: “¿Dónde estaba yo? ¿Dónde estoy yo?”.
Cada vez que me vuelvo a Él, agobiado por las convulsiones del mundo y
de la Iglesia, y le pregunto: ¿dónde estás, Señor? Él contesta: “He resucitado:
aquí estoy contigo, Señor del mundo y de la historia”; y me devuelve la
pregunta: “Y tú, ¿dónde estás?”
¿Dónde estoy yo? Esta es la pregunta que hemos de responder en esta
Pascua, mientras dejamos que nuestro corazón se llene de alegría por la resurrección
de Cristo. Y si en verdad con la fe tocamos a Cristo resucitado, si en verdad
llegamos a experimentarlo vivamente, nuestra respuesta será la misma que dieron
aquellos primeros discípulos que se encontraron con Cristo resucitado: Ir a
anunciarlo, llevar el evangelio al corazón de todos los hombres. La auténtica
fe en la resurrección de Jesucristo no puede no llevar al compromiso
evangelizador.
¿Dónde está Dios? ¿Dónde está Cristo? ¿Dónde estoy yo? Nuestra fe en la
resurrección de Jesucristo nos da la respuesta. Y nos libra de las dos
tentaciones extremas: la de la vana ilusión, y la del pesimismo frustrante.
Dice un autor que quien realmente ha encontrado a Cristo resucitado nunca será
profeta de desventuras. Y es cierto. Pero tampoco será un espectador inerte de
la suerte del mundo.
Ningún derrotismo. Ninguna desesperanza. Pero sí el compromiso firme de
trabajar por anunciar a Cristo y llevar su Reino a todos los hombres.
Renovemos en este tiempo nuestro compromiso de seguir acompañando a
Cristo, como apóstoles suyos, trabajando para que el fuego del cirio pascual
siga difundiéndose, hasta que encienda e ilumine a todos los hombres que
encontremos en el camino de la vida.
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