Autor: Álvaro Correa
Una blasfemia “consiste en
proferir contra Dios -interior o exteriormente- palabras de odio, de reproche,
de desafío; en decir mal de Dios, faltarle al respeto, en las conversaciones,
usar mal el nombre de Dios” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2148).
No se trata, en absoluto,
de algo indiferente, vanal o inocuo, sino de un pecado grave. Tendríamos que
aludir a nuestra sensibilidad cuando alguien nos ofende y recordar cómo nos
hieren cada una de esas palabras, de tal manera que nos demos cuenta de la pena
que una blasfemia causa a Dios mismo.
Además, en este caso, la
gravedad se incrementa infinitamente por la dignidad del ofendido.
A este respecto, Demetrio
Albertini, leyenda del fútbol italiano y poseedor de un amplio palmarés como
jugador de los grandes equipos Milán, Lazio y Barcelona confiesa que llegó a
enfrentarse a varios compañeros y rivales que blasfemaban en el campo. “La
blasfemia –asegura- es la síntesis de la grosería”.
Los hombres somos seres
frágiles y tantas veces no controlamos el torbellino de emociones contrarias
que se nos levantan en el interior. Las palabras ofensivas dan muestra del poco
dominio y cultivo personal, de la frágil reflexión y escasa finura espiritual.
Ojalá que cada día podamos
superarnos un poco más para que también con nuestras palabras demos gloria a
Dios y seamos de edificación para nuestros hermanos.
Cada frase que sale de
nuestros labios da a entender nuestra propia dignidad, el respeto que tenemos a
los demás y la hondura de nuestro pensar y sentir.
¡Nada de blasfemias!
¡Bendito sea Dios!
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