Autor: Álvaro Correa
Hay lugares de la tierra
que quizás nunca visitaremos, no tanto por su lejanía, sino por su
peligrosidad. Son rincones del globo que las agencias de turismo evitan
promocionar y cuyo acceso o está prohibido o severamente restringido por las
autoridades locales.
Podemos elencar los
siguientes:
1) La puerta del infierno
en el desierto de Karakum en Turkmenistán, que arde sin cesar a 400ºC.
2) El Maelstrom
Saltstraumen de Noruega cuyos remolinos se tragan todo en una corriente
trituradora.
3) El Lago hirviente de
Dominica cuyas aguas volcánicas burbugean a 92ºC.
4) El Poison garden en
Alnwick, Inglaterra, que alberga más de 100 tipos de plantas venenosas.
5) La Isla da Queimada
Grande a 150 km de la costa de São Paolo en donde viven entre 2000 y 4000
serpientes venenosas, unas 5 por metro cuadrado.
6) El Parque Nacional
Tsingy de Bemeraha en Madagascar cuyos pináculos son afilados como navajas...
Hasta aquí una lista que
se podría extender como acordeón. Son lugares peligrosos, pero, la verdad es
que muchas personas se sienten especialmente atraídas por su rara belleza y sus
perfiles únicos.
Es posible que la mayoría
de los hombres sólo los conoceremos por medio de fotografías o algún documental.
Escapan a nuestras manos.
Ahora bien, uno quisiera
que en el mundo no hubiera nada peligroso, pero la naturaleza en que vivimos,
no obstante su imponente majestuosidad, ni es el paraíso, ni el jardín del
Edén. Toda ella es una mezcla de increíble esplendor y de amenaza encubierta.
En contraste con todo lo
dicho, uno se admira constatando que en esos lugares “peligrosos” mueren
muchísimas menos personas que en algunos de nuestros barrios o calles del
vecindario. Un hombre sin control resulta ser de mayor riesgo que la garganta
oscura y resbaladiza de una gruta.
¿Cuál es el lugar más
peligroso del planeta? Si la respuesta se aplica pensando en uno mismo, quizás
no sea el cráter de un volcán ni los remolinos de un río caudaloso, sino ese
cruce de calles donde se consume droga, o esa discoteca cerca de casa que
frecuentan jóvenes de alma vacía, o esas ciudades conflictivas cuyos niños no
han podido saborear el pan de la paz.
Dios nos conceda poder
aportar una gota de alivio para nuestra humanidad, pues gota a gota se llena un
pozo de agua fresca.
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