Autor: Fernando
Pascual
El universo
existe, cambia, se modifica, entre equilibrios más o menos complejos, entre
tensiones profundas y difícilmente previsibles.
Hay equilibrios
frágiles entre galaxias y planetas, entre protones y electrones, entre animales
y plantas, entre países y continentes, entre miembros de una familia, amigos y
conocidos.
Los equilibrios
en el mundo humano son sumamente complejos. A nivel individual, cada uno busca
un estado de serenidad, de salud, de armonía interior. Queremos que el cuerpo
esté sano, que no sufra por los cambios de temperatura, que supere
satisfactoriamente las gripes anuales, que no engorde ni adelgace demasiado.
No sólo el
cuerpo necesita estar en equilibrio, sino también la propia psicología. Las
decisiones que tomamos, los libros que leemos, los pensamientos que ocupan
nuestro corazón, las apreciaciones sobre los acontecimientos, necesitan
alcanzar niveles de equilibrio sin los cuales la personalidad puede sucumbir a
las muchas enfermedades del espíritu.
A nivel social,
los equilibrios son mucho más complejos. Cuando interactúan dos o más personas,
se conjugan opciones y temperamentos a veces muy diferentes, si es que no
llegan a ser contrapuestos. En la escuela o en el trabajo, en la vida de pareja
o en las relaciones con los padres y los hijos, en la calle o en el parlamento,
los equilibrios se suceden con rapidez, muchas veces a costa de peligros serios
o de conflictos profundos que llevan a confrontaciones entre individuos y
grupos.
Buscamos el
equilibrio en tantos niveles. Pero sería un error aspirar a equilibrios
estáticos como si fuesen el fin de la propia existencia. Porque no vivimos para
conquistar una serenidad profunda a través de un balanceo más o menos “fijo”
entre tendencias y fuerzas contrapuestas. Porque incluso los más “equilibrados”
saben que basta una corriente de aire, una discusión en familia o un resbalón
por la calle para que todo el equilibrio salte por los aires. Porque la vida
humana no tiene un horizonte cerrado ante sí, sino que avanza continuamente
hacia metas nuevas, hacia la conquista de equilibrios o desequilibrios abiertos
a un futuro lleno de sorpresas.
Los individuos y
las sociedades se engañan, por lo tanto, si aspiran a eternizar equilibrios que
son siempre caducos. Equilibrios que, en no pocas ocasiones, nos impiden ser
capaces de amar y de luchar contra tantos males de un mundo lleno de heridas.
No vale la pena
vivir encerrado en una habitación segura cuando podemos salir para
comprometernos en la lucha por una sociedad más justa. No tiene sentido casarse
para lograr una satisfacción mutua más o menos tranquila sin lanzarse a la
aventura maravillosa que inicia con la llegada de cada hijo. No funciona una
sociedad que cierra sus fronteras al distinto simplemente para proteger unos
equilibrios económicos que parecen sanos pero que no son más que quietudes que
llevan a la muerte.
Los equilibrios
en el mundo humano sólo tienen sentido como trampolines para conquistas nuevas,
para aventuras en las que el amor es capaz de arriesgarlo todo. Es triste morir
en equilibrios de egoísmo donde uno buscó simplemente estar tranquilo y evitar
problemas. Es hermoso morir por asumir riesgos al dar lo mejor de nosotros
mismos, al desgastar la propia vida en la tarea de amar alegremente, sin
medida...
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