Autor:
Bosco Aguirre
La
fecundación artificial permite, en muchos lugares, elegir el sexo de los hijos.
Para ello, normalmente se sigue este procedimiento: producir varios embriones
en el laboratorio; hacer un diagnóstico genético para conocer el sexo de cada
uno; seleccionar los del sexo deseado y eliminar o congelar los de sexo no
deseado.
Existen
ya leyes que permiten este tipo de selecciones, normalmente con la excusa de
motivos “eugenéticos”. En algunas familias uno (o los dos) de los padres es
portador de genes enfermos que pueden ser transmitidos a los hijos según el
sexo que tengan.
Por ejemplo, si una enfermedad se desarrollaría sólo en los
hijos varones de una pareja, hay quienes recurren a la fecundación in vitro para
conocer el sexo de los embriones y hacer la selección de los femeninos (que son
acogidos) en detrimento de los masculinos (que son “rechazados”). Esta
selección también puede realizarse en el útero de la madre a través del uso del
diagnóstico prenatal y de un aborto mal llamado terapéutico: no existe
verdadera “terapia” cuando el personal sanitario decide eliminar a los hijos
supuestamente enfermos.
Si
ya algunos laboratorios y leyes han decidido que valen más los embriones sanos
y menos los embriones enfermos, es fácil dar el siguiente paso: dar el
“derecho” a los padres para decidir si va a nacer un niño o una niña, basados
no ya en motivos genéticos (para evitar una enfermedad a base de eliminar a los
embriones enfermos), sino en el simple deseo de los adultos. Hay papás que se
volverían locos de contentos si pudiesen abrazar a una niña, y optan por
tenerla “a cualquier precio”.
Así
se acepta en la vida social una ideología gravemente discriminatoria. Según
esta ideología, no vale un hijo por lo que es; su “valor” radica en el hecho de
ser aceptado por los mayores. Si queremos un niño y no una niña, serán
eliminados (o congelados indefinidamente) los embriones femeninos. Si queremos
una niña y no un niño, los embriones masculinos pierden casi todo su valor.
No
podemos asistir pasivos ante esta injusticia. Si resulta comprensible desear el
que en la familia nazca un niño o una niña, tal deseo no debería nunca
llevarnos a negar el valor de la vida de quienes ya han sido concebidos, o de
recurrir a la fecundación en vitro con todos los peligros e injusticias que
lleva consigo.
La
vida de cada hombre, de cada mujer, vale sin calificativos ni discriminaciones.
No puede ser justa una sociedad que permita que sean eliminados los enfermos,
los pobres, los de una raza distinta de la mayoría, los niños o las niñas en
función del sexo que puedan tener. Oponernos a cualquier discriminación, al
homicidio (por aborto o en las probetas de los laboratorios) de cualquier
embrión o feto, será la mejor señal de que queremos construir un mundo justo,
abierto a todos, sin excepciones.
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