Autor: Marcello Pierucci
Queridos amigos: el difícil momento que vive toda la
humanidad me invita a hacer una reflexión, que, aunque susceptible de error,
deseo compartir con vosotros.
En las últimas décadas, por la gracia y la desgracia del
creciente uso de las nuevas tecnologías, se ha producido una fuerte aceleración
del sistema de vida que ha tenido lugar en todo el planeta, y en particular en
los llamados países avanzados.
Los compromisos serios a los que cada uno de nosotros está
sometido se han multiplicado, y lo que parecía darnos crecimiento y libertad,
en realidad, nos somete cada vez más a nuevas obligaciones que, combinadas con
el orgullo de las conquistas ilusorias, nos están alejando cada vez más de Dios
y de las leyes indelebles de la Verdad.
En el plano social se han formado tales disparidades que el flujo de grandes riquezas ha terminado en posesión de un pequeño número de personas, tan pocas que pueden contarse con los dedos de las manos. Todo ello en detrimento de miles de millones de hombres y mujeres que cada vez son más pobres y sufrientes.
Y lo curioso y absurdo es que los pocos que poseen tantas
riquezas, están a su vez oprimidos por la enorme carga que deben administrar, y
ni siquiera pueden deshacerse de ella porque el apego que proviene de tanta
posesión les impide cualquier forma de alivio.
Puesto que la Creación es perfecta, todo lo que existe tiene
una razón de ser, incluyendo la existencia del actual segmento de vida
microscópica representado por un virus. Su manifestación no es accidental, pero,
en mi opinión, puede considerarse un instrumento para una necesaria y severa
humillación, especialmente para los muchos que, aprovechando la inteligencia
dada por Dios, piensan que lo están reemplazando, sin saber que sin Dios no hay
futuro.
Entonces lo que más nos hace volver a Dios es el sufrimiento,
del que todos quisiéramos escapar, a pesar de que el mismo nos abre el camino
para volver a nuestro verdadero hogar que no está en esta tierra.
Las pandemias se han sucedido a lo largo de los siglos,
porque desde el principio el hombre ha construido y adorado el becerro de oro,
construyéndolo en las más variadas formas, siempre atraído por las falsas
verdades.
Hoy, a diferencia de situaciones similares del pasado, la
Iglesia parece más silenciosa: habiéndose puesto también ella a la espera de
los desarrollos científicos, parece haber dejado de lado el uso del gran
patrimonio litúrgico que posee, el mismo que en otros tiempos fue decisivo para
que las cosas volvieran a su justo equilibrio.
Gracias al Señor, sin embargo, continúa la perenne oración,
silenciosa, que se eleva desde sus monasterios, conventos y ermitas, que
siempre han sido auténticos centros difusores de bien infinito.
A estos hermanos y hermanas nuestros se une la oración de
todos nosotros, Pueblo de Dios, llamados a la tarea de mantener vivo, en la
mente y en el corazón, el contacto íntimo con el Señor, para que lo que ha ocurrido
y todavía ocurre, pueda conducir a nosotros, toda la humanidad, a estar cada
vez menos atraídos por el deseo del más, y así encontrar en la renuncia el
descanso y la paz que Cristo mismo vino a darnos con su Pascua, junto con sus
palabras valiosísimas:
¡No tengáis miedo! ¡Alegraos, la redención está cerca!
(Navegando entre ideas agradece de corazón a Marcello
Pierucci que nos haya permitido traducir y publicar su reflexión).
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