Por Rodrigo Fernández de Castro
El otro día le tomé una fotografía a una pintura que tenemos
en casa. Es una pintura muy bella en la que se ve una oveja en una montaña
empinada que ya no sabe cómo sostenerse y un pastor que se arriesga intentando
salvarla. Aunque la pintura lleva seguramente varios años ahí, fue la primera
vez que me detuve a contemplarla, pues sentía que hablaba a mi alma.
Después de tomarle una fotografía intenté editarla con un programa que tengo en el celular, pero el resultado no fue de mi agrado, ya que la fotografía, más que mejorar, se hacía muy falsa, pues adquiría unos colores que no eran los originales. Guardé el nuevo archivo y luego comparé las dos imágenes: eran totalmente diversas.
La nueva fotografía, por más que tenía más colores, no
expresaba la dramaticidad de la fotografía original, cuyos colores secos y
pálidos eran capaces de transmitir el miedo de la oveja a punto de caer y el
amor del pastor capaz de arriesgar su vida por salvarla.
Ese día aprendí algo muy importante. A veces queremos
presentarnos a Dios como una fotografía editada. Nos da miedo presentarnos con
nuestros colores originales y falseamos la fotografía de nuestra alma,
pretendiendo que así nos quiera más Dios.
Sin embargo, Dios nos quiere como somos, con nuestros colores
opacos, con nuestras carencias, con nuestras debilidades. Él no anda buscando
en la tierra almas angelicales, sino corazones humanos que saben aceptar sus
fragilidades, pero que confían en Él para superarlas y seguir adelante.
El reto es presentarnos a Dios como somos y darle el pincel
para que Él haga de nosotros una pintura más bella y perfecta. Dejar que Él
pinte en nosotros el cuadro de la santidad.
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