Autor: Fernando Pascual
Nuestra vida daría un vuelco si encontrásemos la manera de realizar tantos proyectos que llevamos en el corazón sin que nadie nos lo impidiese. O, mejor, sin que nadie nos viese...
Un pastor llamado Giges, según se cuenta en una leyenda griega, encontró la manera de llevar a cabo esos proyectos. ¿Cómo? Con un anillo que, al ser girado hacia dentro, le permitía conquistar el don de la invisibilidad. Pensó entonces que podría entrar donde ningún pastor había entrado: ¡en las habitaciones del rey! Allí se lanzó, él, que antes aparentaba ser honrado y sencillo, y, ni corto ni perezoso, sedujo a la reina, mató al rey, y quedó así al frente de todo el dominio de quien antes era su dueño y señor.
Todos hemos soñado, alguna vez, con adquirir esa cualidad magnífica de la invisibilidad. Con ella podríamos atravesar puertas custodiadas por severos policías o por incómodos porteros. Sin pagar podríamos ver una buena película de cine, o disfrutar de un emocionante combate de boxeo en primera fila, sin que nadie notase nuestra presencia, o entrar en una tienda y salir con una serie de regalos “tomados” sin tener que realizar la molesta cola para pagar en caja...
Ante un anillo como el de Giges, podríamos descubrir que, en el fondo, lo que antes considerábamos como “absolutamente prohibido” resulta una posibilidad a nuestro alcance, sin el terrible inconveniente de alguien que nos mire, nos denuncie o, si se trata de un policía, nos meta a la cárcel...
La fábula griega es sólo eso, una fábula, que ha dado pie a diversas películas o a las aventuras apasionantes de los personajes de una larga novela mitológica, El señor de los anillos. Pero nos sirve para preguntarnos si, en el fondo, somos buenos sólo porque nos ven, o si no seríamos un poco menos buenos (en el fondo, un mucho pícaros y delincuentes) si nuestros actos se mantuviesen en el más completo secreto, protegidos de las vistas indiscretas y enjuiciadoras de los demás. Esta fábula nos sirve para sacar a flote lo que es el centro de nuestros sueños, aquellas cosas que de verdad queremos y amamos, en lo más profundo de nuestro corazón.
Podría ser que descubramos que queremos cosas enormemente peligrosas. Tal vez notaremos que el sueño largamente acariciado es un crimen o una venganza guardada y alimentada durante años de odio y de rabia. Quizá sea una ambición capaz de hacernos cometer robos enormes (o pequeños hurtos). Quizá sea un deseo de infidelidad conyugal, de esos que por desgracia, sin necesidad de un anillo de Giges, ocurren con bastante frecuencia en nuestra sociedad. Sueños tristes, sueños malos, sueños que no querríamos tener, que no querríamos que otros tuviesen respecto de nosotros mismos...
Pero quizá podremos descubrir (¿por qué no?) que albergamos sueños benéficos, quijotescos, a lo Robin Hood, de quien quiere hacer el bien e implantar algo de justicia en nuestro mundo. Sueños de defender a los niños de la explotación de los mayores, a los pobres de sus condiciones de miseria, a los tristes de sus pesimismos, a los ancianos de sus abandonos, a los enfermos de sus sufrimientos en soledad, a los deformes y discapacitados de las tremendas marginaciones sociales.
Nos puede ser de mucha utilidad descubrir un “anillo de Giges” por unos minutos. Pocos minutos, pero suficientes para desatar nuestro corazón de las miradas que nos esclavizan y nos impiden ser lo que realmente somos.
Sabemos, desde luego, que el hombre “invisible” no puede escapar de los ojos de Dios. O, mejor todavía, que deberíamos de dejar de preocuparnos de lo que piensan los demás cuando actuamos, para preocuparnos por esos ojos invisibles, pero reales, de Dios. Entonces nos daremos cuenta de que vale la pena sólo una cosa: hacer el bien que nos pide el corazón, que no es sino una forma de escuchar lo que Dios nos grita todos los días, ante las mil disyuntivas que surgen en lo cotidiano de nuestro vivir.
Quizá algún día, cuando despertemos a la eternidad, “veremos” con clarividencia la vida de cada hombre y mujer como si tuviésemos un anillo que no sólo no nos hace invisibles, sino que nos permite ver lo que todos creíamos que era invisible, pero era visible para Dios.
Entonces muchos gestos de benevolencia y de “altruismo” se mostrarán como máscaras de egoísmos camuflados y de intereses torcidos. Pero también veremos que muchos hombres y mujeres que valorábamos poco (si es que no los considerábamos como delincuentes o temibles enemigos) relucirán con un corazón y una vida escritos en línea recta, en una fidelidad total a los propios valores y con un auténtico sentido del amor, la justicia y la fraternidad.
El anillo de Giges no hizo peor al pastor que lo encontró. Sólo dejó salir fuera un dinamismo de mal que se escondía dentro de su alma. Importa, por tanto, construir un corazón lleno de bondad para que, con anillo o sin anillo, cada uno se dedique sólo a una tarea en la vida: hacer el bien, construir un mundo un poco más bueno y un poco más feliz...
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