Autor: Bosco Aguirre
En las discusiones sobre la eutanasia hay dos argumentos que suelen ser repetidos por algunos de los defensores de la “dulce muerte”. Los argumentos son:
Primero: “Nadie debería alargar los sufrimientos de los enfermos, ni conservar a cualquier precio la simple duración de vidas que ya han perdido su dignidad”.
Segundo: “Cuando deje de ser yo mismo, cuando ya no sea capaz de vivir dignamente y realizar eso que me hace ser yo, cuando el dolor anule en mi libertad, pido por favor que acaben con mi vida”.
En cierto sentido, los dos argumentos tienen un punto en común: suponer que existen situaciones en las que no vale la pena vivir. O, de otra forma, que una existencia humana no merece ser vivida cuando no se es capaz de alcanzar aquel nivel de salud o de autosatisfacción que permita tener una mínima “calidad de vida”.
La mentalidad a favor de la eutanasia juega con esta convicción de fondo: si no tengo la salud, o el bienestar, o la autonomía, o algún otro sueño profundo sin el cual mi existencia me parecería un fracaso, o los demás la verían así, entonces resultaría mejor no vivir. Como si la vida correspondiese siempre a nuestros deseos. Como si ya no valiese la pena luchar cuando el dolor, la pobreza o el rechazo de los hombres nos arrojen a un lado del camino.
Sólo hay una manera de responder a esta mentalidad tan usada para defender la eutanasia: afirmar que ninguna situación humana, ninguna enfermedad, ningún fracaso, quita el valor de la vida de nadie.
En otras palabras: la vida no debe quedar arrinconada cuando falta algo que desearíamos. Hay hombres y mujeres grandes en situaciones de dolor y de amargura. Hay pobres que sonríen a pesar de no saber si tendrán o no tendrán algo que comer mañana. Hay inválidos que saben sobrellevar sus sufrimientos con más paz que algunos esclavos de las finanzas que se sienten desfallecer cuando observan cómo el valor de sus acciones cae en picado en la bolsa.
Podríamos recordar algunos casos ejemplares. Tony Meléndez, nacido sin brazos, ha sabido dar un sentido a su carencia, y es capaz de sembrar ilusiones como cantante de guitarra. Olga Bejano escribía y transmitía esperanzas a pesar de seguir aprisionada por años en un pulmón artificial. Viktor Frankl supo encontrar un sentido a su vida en medio de campos de concentración que parecían hechos sólo para provocar náusea...
Las historias son muchas. No termina la posibilidad de hacer el bien cuando un accidente de carretera hace inválido a un famoso deportista. No pierde belleza la vida del político que, derrotado, vuelve a su casa donde esposa e hijos lo quieren a pesar de todo. No es absurda la vejez de quien no puede ya ir al trabajo, pero tiene ante sí un tiempo hermoso y profundo para llevar a cabo sueños esperados por tantos años.
“Cuando deje de ser yo mismo...” No, nunca dejaré de ser yo mismo. Pues si pierdo lo que ahora tengo, si dejo de hacer lo que es mi trabajo, si me fallan estos dedos que escriben, estas manos que trabajan, estos ojos que miran, esta voz que dice mil palabras, tendré entonces ante mí otros modos de “ser yo mismo”, de vivir, de soñar, de dar.
Seré de otra manera, seré distinto, pero seré yo. No haré tantas cosas que me gustaban, tantos proyectos que preparaba con pasión y alegría. Incluso, tal vez, seré simplemente un enfermo necesitado de casi todo. Pero capaz de decir “gracias”, capaz de sonreír a quien esté a mi lado, capaz de mirar al cielo y confiar en Dios.
Seré entonces, simplemente, un hombre débil y enfermo, seré un yo necesitado. No de una falsa piedad, no de eutanasias asesinas, sino de un poco de asistencia, de respeto, de amor sincero...
(Volvemos a destacar, por la actualidad del tema, este artículo publicado aquí en 2014).
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