Autor: Fernando Pascual
El sufrimiento es un misterio que se esconde detrás de cada
esquina, que salta a cada paso en el camino de la vida. Tras un día espléndido,
tras unas vacaciones de sueño, tras un éxito en el trabajo o en los estudios,
de repente, como un ladrón, inicia un dolor de muelas, un extraño zumbido en la
cabeza, la sensación de la traición de un amigo, un accidente ensangrentado...
Ante la prueba, ante el dolor, cada uno siente la tentación de encerrarse en sí mismo, de desfallecer en su esperanza, de sucumbir como si todo estuviese perdido. El pensamiento gira para encontrar la manera de quitar la fuente del mal, de sanar, de curar la herida de un abandono o de un desprecio. Parece que se despiertan una serie de mecanismos de autodefensa, y que uno se convierte en el centro de todo.
En ocasiones, el dolor crece y triunfa sobre nuestro estado
de ánimo. Aumenta el sentimiento de derrota, de fracaso. La vida empieza a
adquirir un color oscuro y triste. Los demás, incluso aquellos que nos amaban
también en la prueba, desaparecen en las tinieblas de la tristeza y la
desesperación. Si el dolor crece hasta llenar completamente el corazón, puede
llegar a ser obsesivo, puede quitar las energías que siguen vivas y que
dejarían abierto un espacio a otros planes y proyectos, a otros trabajos y
esperanzas. Al final, se asoma a nuestra mente la idea de una rendición total o
del suicidio, como fuga desleal y rápida para “arreglar” un problema que nos
agobia de un modo trágico, sin que nadie nos consuele.
Junto a los calmantes y los antidepresivos, existen defensas
profundas para que el dolor no llegue a invadir el centro de nuestro corazón.
Ante el sufrimiento más agobiante, hay hombres y mujeres que han sabido
triunfar, que no se han dejado hundir. Su mirada supo encontrar algo o alguien
por quien aceptar la prueba, con quien superarla.
Para algunos la victoria inicia gracias al deseo de estar con
el esposo o la esposa, de cuidar a los hijos o a los padres. Hay enfermos que
sacan energías inexplicables de su anhelo por ayudar a quienes tienen necesidad
de ellos.
Otros miran un crucifijo, y descubren en Cristo la fuerza que
no es capaz de dar ningún tratamiento médico. Se unen al Cristo que sufre y dan
a su dolor un sentido nuevo: pueden salvar a otros, pueden dar esperanza al
mundo, pueden encontrar una dicha profunda al saber que están junto al Jesús
que murió en una cruz por ellos.
Esta fe en el momento del dolor, lo sabemos, no es algo
merecido, no se puede comprar: es un don. Quien cree de verdad sabe qué
distinto es el sufrimiento si Cristo está a nuestro lado. Pero también el no
creyente puede abrirse, por medio del dolor, a la acción de un Dios que hace
2000 años quiso ser hombre como nosotros.
La respuesta al sufrimiento es personal, intransferible. Cada
uno tiene que darla. Los demás podemos acompañar a quien vive la agonía más
atroz o la tristeza más profunda, pero no podemos decidir su manera de sufrir.
Está en sus manos. Una decisión correcta iluminará de esperanza su corazón, y
así entre los hombres brillará una luz nueva, se desencadenará una energía
profunda.
Es entonces cuando recordamos que vale la pena vivir. Es entonces cuando el sufrir se convierte en fuente de energías insospechadas que rejuvenecen el rostro de nuestro planeta milenario, gracias a la paz de quien acoge el dolor con la fe en el corazón y la sonrisa en los labios.
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