Autor: Max Silva Abbott
No otra cosa –el deseo– es lo que
explica, en este mismo orden de ideas, el auge y ahora lugar central dentro de
los derechos humanos políticamente correctos, de los llamados “derechos
sexuales y reproductivos”, que entre otras aristas, abogan por el “derecho al
hijo”, con lo cual existiría una total libertad para engendrarlos, diseñarlos y
destruirlos.
Ahora bien, al margen del conveniente
oscurecimiento que se ha impuesto en los últimos años acerca del estatuto
antropológico del no nacido –la pieza fundamental de este asunto–, llama la
atención que en este campo prime a sus anchas el deseo como criterio inapelable
para determinar lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto (en suma, a lo que se
tiene derecho y a lo que no), y en otras muchas materias no se siga este mismo
principio.
Me explico: si de verdad fuera el deseo
el criterio legitimador para todo, como parece ocurrir aquí (y también en el
Derecho de Familia), ¿por qué no aplicarlo, para ser coherentes, a otras áreas
de la vida?
En efecto, podría esgrimirse el mismo
fundamento, por ejemplo, para no pagar impuestos, para saltarse normas
laborales o de seguridad social, para no cumplir con los compromisos asumidos,
para legitimar diversos delitos, para no aceptar mandatos de la autoridad, para
no cuidar a los hijos o a los discapacitados y un largo etcétera. En todos
estos casos, la persona obligada a comportarse de cierta manera podría
argumentar que tal imposición es ilegítima en atención a ir contra sus deseos,
o que su situación es más valiosa que la de su contraparte. Sin embargo, en
varios de estos casos sería no solo absurdo, sino incluso peligroso guiarse por
este criterio.
Por lo tanto, parece más que
contradictorio que en algunos campos el deseo más subjetivo impere incluso
contra la más elemental lógica y justicia (como en el aborto, donde los deseos
hacen desconocerle al no nacido su carácter de un “tú”) y en otros, se lo
considere casi o abiertamente irrelevante e incluso se lo castigue en caso de
manifestarse. Y esto no depende de la mayor o menor importancia de las
consecuencias que se sigan en uno y otro evento, pues parece claro que es
bastante más grave matar a un no nacido inocente que dejar de pagar impuestos,
por ejemplo.
Así pues, ¿hasta cuándo seguiremos con
esta flagrante contradicción?
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