Autor:
Fernando Pascual
Mientras
en numerosas naciones se trabaja intensamente por superar discriminaciones de
tipo cultural, racial, socioeconómico, etc., el útero de la madre se ha
convertido en una especie de “paraíso discriminatorio”, en un lugar peligroso.
Se
trata de una situación extraña y compleja. Continuamente se aplican nuevas
normas para insertar a los discapacitados en la vida ordinaria. Se pide que los
edificios tengan rampas para las sillas de rueda, que los colegios acojan a
niños minusválidos y los traten con normalidad, que haya cuotas de alumnos
provenientes de clases sociales más desfavorecidas en las universidades, que se
supriman barreras raciales que marginen a grupos humanos.
Mientras,
toda una industria de la discriminación permite y, a veces, exige el realizar
diagnósticos prenatales que buscan, fundamentalmente, descubrir deformaciones o
enfermedades en los embriones y fetos. Si un ser humano no nacido tiene algún
tipo de discapacidad, su eliminación está permitida. No faltan los casos en los
que se presiona explícitamente a las mujeres para que lo aborten.
Todo
ello no es sino el resultado de una mentalidad discriminatoria, quizá de la
máxima expresión de la misma. En estos casos no se aísla o margina a quien
sufre alguna enfermedad o no goza de ciertas cualidades deseadas por los
padres, sino que simplemente se suprime su vida, a veces con dinero estatal.
Algunos
países no dudan en promover leyes para eliminar, por ejemplo, embriones y fetos
que morirían poco tiempo después de nacer (no faltará quienes alarguen este
criterio a algunos meses o años), como si esto fuese un bien para la sociedad.
Según este criterio, sólo sería protegido en el seno materno el hijo que
tuviese buena salud. Los demás son discriminados, condenados a un aborto mal
llamado “terapéutico”.
En
este contexto se coloca una observación importante: algunos diagnósticos
prenatales conllevan un cierto porcentaje de error. Esto significa que el test
declara sano un embrión o feto que sería enfermo, lo cual sería permitir el
nacimiento de un individuo no deseado. Otras veces, por error, se declararía
enfermo a un embrión o feto sano, y así sería abortado quien podría haber
nacido con aquellas cualidades que la sociedad exige para “otorgar” el derecho
a nacer.
Esta
observación, sin embargo, es marginal. El centro de la cuestión no está en que
“estamos eliminando fetos sanos” o “se nos están escapando fetos enfermos”. La
pregunta que no podemos rehuir es esta: este individuo humano, este hijo, ¿vale
menos porque no reúne las condiciones de perfección que imponen algunos
adultos?
Los
defensores de los derechos humanos tienen un campo de trabajo enorme para
superar esta situación de injusticia. Ninguna nación progresista puede permitir
la discriminación de seres humanos que sufran alguna discapacidad. Ni fuera ni
dentro del útero materno. Los médicos, a su vez, llamados a ser promotores de
la salud, no pueden dedicarse sólo a curar a los adultos minusválidos y
enfermos y permitir, al mismo tiempo, la muerte de embriones y fetos
“inferiores”. Cualquier discriminación, en ese sentido, demuestra la
degradación ética de un pueblo que mide el valor de los individuos humanos
según cualidades externas socialmente reconocidas: quienes no alcanzan un
mínimo de perfección estarían condenados, si están todavía en el útero de sus
madres, a su eliminación.
Superar
la mentalidad eugenésica exigirá un trabajo serio, profundo, por defender la
dignidad de cada ser humano. Nadie puede ser eliminado por no ser perfecto, por
estar enfermo, o porque va a morir más temprano o más tarde.
La
vida es un tesoro frágil que exige respeto y apoyo. Sólo desde ese respeto
tendremos una medicina digna de un mundo más justo y más abierto a los débiles,
a los marginados, a los enfermos, a todos los hombres y mujeres sin
distinciones o prejuicios discriminatorios.
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