Autor: Max Silva Abbott
El reciente y dividido fallo de la Corte
Suprema de Estados Unidos (5 contra 4), que obliga a todos sus Estados miembros
a aceptar el matrimonio homosexual de manera independiente a lo decidido por
muchos de ellos en votaciones populares, sin duda traerá varios conflictos en relación
con otros derechos, como la libertad de conciencia o de educación. Sin embargo,
quisiera llamar la atención sobre otro punto: el fundamento de los derechos
humanos.
En efecto, para muchos este fundamento
es convencional, esto es, proviene del acuerdo de los propios interesados, ya
se trate de una votación popular, parlamentaria o de un Estado en el caso de un
tratado internacional. Así, los obligados por ellos sólo lo estarían por propia
voluntad, en virtud de su autonomía. De ahí que estos sectores sean alérgicos a
esa otra concepción que estima que los derechos humanos provienen de una
realidad objetiva y natural –la inherente y universal dignidad humana– y que
por ello, poseen un núcleo inderogable y sobre todo, que deben ser
descubiertos, ojalá por todos, no inventados o creados por un acuerdo.
Este asunto es de la máxima importancia,
pues si son convencionales, cada comunidad política tendría plena libertad de
decidir, en virtud de su autodeterminación, qué considerará derechos y qué no,
sin perjuicio de poder cambiar de parecer en el futuro. Y por lo mismo, aunque
esté en desacuerdo con lo decidido por otras comunidades políticas, dadas estas
premisas, no cabría más que respetar su decisión, tal como exige que se respete
la propia. Esa es la razón por la cual, volviendo al fallo aludido, en varios
Estados miembros se habían realizado votaciones populares para decidir sobre el
controvertido tema del matrimonio homosexual, con resultados dispares.
Sin embargo, con su fallo, la Corte
Suprema estadounidense pareciera colocar el fundamento de estos derechos en un
nivel distinto, y desde su óptica, superior al meramente convencional, pues en
caso contrario, sería una opinión –la suya– contra otra –la popular–. Si
considera que todos los Estados miembros deben instaurarlo, es porque para ella
se trataría de un derecho evidente; tan evidente, que no podría ser desconocido
por ningún acuerdo, por muy democrático que fuese. Con lo cual, además, termina
con cualquier debate a este respecto.
Mas, esta postura resulta
irreconciliable con la idea de la convencionalidad (o si se prefiere,
artificialidad) de los derechos humanos. Si realmente fueran convencionales, la
sentencia debería haber reconocido la autonomía de cada Estado miembro para decidir.
Por tanto, ¿en qué quedamos? ¿Son
convencionales o naturales?
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