Autor: Max Silva Abbott
El impacto de la encíclica Laudato si’ está por verse, aunque lo
que puede vaticinarse es que no dejará a nadie indiferente.
Francisco pone el dedo en la llaga: la
actual crisis ecológica tiene sus raíces en una profunda crisis moral, al
provenir de un estilo de vida dominado por el consumismo obsesivo y compulsivo
de algunos, fruto de una cultura del descarte, que afecta gravemente al orden
de la creación –que nos ha sido dado, razón por la cual no es nuestro–, tanto
para nosotros mismos como para las generaciones futuras. Es por eso que para
enfrentarla no basta solo con soluciones técnicas, puesto que aun siendo
necesarias, no atacan la raíz del problema.
Sin embargo, aun cuando Francisco
critique duramente diversos abusos del mercado, de las trasnacionales o las
finanzas, no aboga, como algunos pensarían, por un estatismo todopoderoso ni
por destruir la libre iniciativa –ya que es imposible frenar la creatividad
humana–, sino por el emprendimiento empresarial, la necesidad de dar trabajo,
la propiedad privada (aunque limitada por su hipoteca social), la labor de los
grupos intermedios, el papel central de la familia, el rol subsidiario del
Estado, el bien común, y el necesario avance de la tecnología y la
investigación bien guiadas, a fin de solucionar muchos de los problemas que el
mismo documento denuncia. Finalmente, advierte que la solución tampoco está en
la disminución de la natalidad ni en el aborto.
Francisco hace así un llamado más
profundo a la sobriedad y a superar el propio egoísmo, para no consumir más de
lo que se requiere, pues las necesidades son infinitas –generando así una espiral
inacabable de insatisfacciones–, mientras que los bienes son limitados. O si se
prefiere, nos insta a colocar como piedra angular de nuestras acciones no un
hedonismo galopante, sino una ética de la solidaridad, que nos lleve a generar auténticos hábitos de
sobriedad y desprendimiento, motivados por las creencias religiosas, la toma de
conciencia del daño producido al medio ambiente y las acuciantes necesidades de
los más desposeídos.
De ahí que no se canse de denunciar el
desorden moral, antropológico y religioso, producido por este consumismo
exacerbado –fruto de un individualismo relativista extremo–, que hace que
muchos, encerrados en su propio egoísmo, sean indiferentes ante el sufrimiento
de los demás y de la naturaleza. Por eso se requiere con urgencia de una pauta
objetiva del bien y del mal.
En suma, se llama, como siempre ha hecho
la Iglesia, a la transformación interior antes que al cambio de las
estructuras, invitándonos a cuestionar valientemente los actuales modelos de
producción, de consumo y de desarrollo,
para impulsar auténticos cambios de estilos de vida, pues la salud del planeta
y las necesidades de los más desposeídos así lo exigen.
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