Autor: José Damián Carvajal
He leído por internet una noticia que me pareció interesante y me hizo
recordar a uno de mis sobrinos que tiene 4 años. El artículo se titula “la edad
del porqué” periodo donde los padres tienen que poner a prueba su paciencia
para responder a las inquietudes de su hijo pequeño.
Los especialistas mencionan que este tiempo es muy importante para el
desarrollo intelectual del infante, ya que a través de las respuestas de sus
padres el niño conoce la realidad de su
mundo y perfecciona al mismo tiempo sus habilidades comunicativas. Por lo
general esta etapa dura de los 2 a los 6 años. ¿De verdad?
La experiencia personal encarnada en la figura de muchos filósofos como Boecio
afirma lo contrario: la edad del porqué se prolonga toda la vida y se constata
por el simple hecho de que el hombre por su
naturaleza racional es un buscador apasionado de la verdad, un
inquisidor de la respuesta última de sus preguntas existenciales. ¿Por qué
Dios? ¿Por qué el mundo? ¿Por qué el dolor del inocente?…
En el libro De Consolatione
philosophiae encontramos al hombre en la edad del porqué: Boecio, último romano y primer escolástico, condenado injustamente a la muerte por
defender a Albuino de un falso complot contra Teodorico, desahoga sus penas en la
primera parte de su obra.
Lo más curioso es que en la
soledad de su celda describe un encuentro particular:
“Parecióme que sobre mi cabeza se erguía la figura de una mujer de
sereno y majestuoso rostro, de ojos de fuego, penetrantes como jamás los viera
en ser humano, de color sonrosado, llena de vida, de inagotadas energías, a
pesar de que sus muchos años podían hacer creer que no pertenecía a nuestra
generación. Su porte, impreciso, nada más me dio a entender”.
Lo primero que hizo esta sublime dama fue disipar a las musas que
cegaban a su amado Boecio bajo las tinieblas de la duda, el miedo y la
desconfianza para que él la reconociera.
“Así, pues, volví mis ojos para fijarme en ella, y vi que no era otra
sino mi antigua nodriza, la que desde mi juventud me había recibido en su casa,
la misma Filosofía”.
Después de identificarla, con tiernas palabras le pregunta: “Tú, maestra
de todas las virtudes, ¿has abandonado las alturas donde moras en el cielo,
para venir a esta soledad de mi destierro?”
A lo que le responde “¿Podría yo dejarte solo a ti que eres mi hijo, sin
participar en tus dolores, sin ayudarte a llevar la carga que la envidia por
odio de mi nombre ha acumulado sobre tus débiles hombros? No, yo no abandonaría
a mis hijos bajo las garras de una sociedad injusta. Testigos de mi compañía
han sido muchos, entre ellos Platón y su maestro Sócrates, el cual inspirado
por mí trascendió su injusta condena”.
De esta forma tan maternal, la filosofía ayuda a Boecio a tocar la
puerta de la verdad que le iluminaría en su sufrimiento. Sin embargo él
descubrirá después que la filosofía (la razón) no será capaz de abrirla, sino
solo la fe. Para ello la guía de este filósofo escolástico le invita a recordar
quién es, pero sobre todo cuál es su
principio y cuál su fin. Boecio se da
cuenta que es un hombre, e iluminado por la fe, se afirma una creatura que
tiene su origen y fin en Dios que con su providencia guía todos sus pasos para
que alcance su plenitud.
Esta es tan solo una descripción del primer libro del De Consolatione philosophiae que refleja
por adelantado una de las conclusiones de la plenitud de la Escolástica: la fe
y la razón no se contraponen, sino que la una y la otra constituyen dos
herramientas, dos alas que le permiten al hombre llegar al conocimiento de la
verdad.
Más adelante la obra de Boecio se actualizará bajo la pluma de Dante
Aligheri que, con ayuda de Virgilio (la razón),
iniciará un viaje en el más allá para encontrar posteriormente a su
amada Beatriz (la fe) que lo conducirá a
la verdadera patria, a la plena
realización del hombre que tiene lugar en su encuentro definitivo con Dios en
el cielo. Esto ocurre ya en la Edad Media, periodo que trasciende la historia y
que se perenniza cuando la fe y la razón se reúnen en el hombre para ayudarlo a
alcanzar su plena realización.
Como mexicano me gustaría personalizar este encuentro en la aparición de
la Virgen de Guadalupe a San Juan Diego. La Virgen María, icono de la Sedes Sapientiae, se presenta a este
humilde indio, signo de la razón humana,
para consolarlo como Boecio. Pero no
solo eso, la Sedes Sapientiae le da una
misión: ser su mensajero de paz entre los españoles y los indios anunciándoles
que hay un solo Dios y que este Dios tiene una Madre que quiere construir su
santuario en el seno de la capital.
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