Autor:
Jesús David Muñoz
Dios,
en el albor del mundo,
creó
a su imagen al hombre
y
con arcilla formó
a
su criatura más noble.
Con
un aliento de vida
celestial,
un santo acorde
de
notas puras sopló
como
el mejor de los dones.
Era
bueno en el principio,
bajo,
aunque de rango noble.
Todos
los días de los Labios
Soberanos
oía su nombre.
Caminar
solía en las tardes
con
el Señor de señores,
oyendo
y diciendo cosas
que
ni a un ángel corresponde.
Pero
la duda mezquina
volvió
todo esto deforme,
y
la desconfianza hizo
de
éste, un ser débil y doble.
-¿Por
qué hoy tengo que buscarte?
¡Adán!
¿por qué de mí corres?
¿Desde
cuándo mi mirada
llena
tu alma de temores?
¿Bajo
qué rama o arbusto
del
Señor tu cuerpo escondes?
-Tus
pasos en el jardín,
profundos
e indagadores,
percibió
mi triste espíritu.
Y,
¡oh Dios!, de los pecadores
esta
vergüenza llenó
de
angustia mis miembros pobres.
Hijo
mío, ¿qué te has hecho?
¿No
has oído mis peticiones?
¿No
has protegido mi amor
del
hurto de los ladrones?
¡Ven!,
pues solo mi visión
repondrá
de nuevo el orden,
mis
ojos defenderán
tu
espíritu de invasores.
¡Sal
de ahí!, pues el Edén
no
tiene ni tendrá flores
que
arreglen la desnudez,
vergüenza
de tus errores.
Yo
te haré mirar tu cuerpo
sin
suciedad e impudores.
¡Pues
yo hago nuevas las cosas
y
doy nuevos corazones!
Daré
a tu carne el regalo
de
ver bienes aún mejores.
Verás
cómo de mi Cuerpo
íntegro
y puro dispones,
para
transmitir al tuyo
la
pureza de mil soles.
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