Autor: Adolfo Güémez
Una señora amigablemente me manifestó
que lo que más le molestaba de su marido es que cuando salían no podían pasar
más de cinco minutos sin que consultara su Whatsapp. «El colmo es cuando vamos
al cine. ¡Es capaz de sacar el teléfono en el momento más emocionante!»
Yo le respondí que estaba contaminado de
una enfermedad muy común: la “pantalladicción”. Se trata de la adicción a las
pantallas. Porque éstas se han vuelto verdaderas drogas de las que necesitamos
para sobrevivir.
Consiste, esencialmente, en no poder
pasar un tiempo más o menos largo sin tener una pantalla enfrente, sea de
teléfono, tablet, computadora, televisión, etc.
Toda nuestra vida moderna ha sido
invadida por las pantallas.
Desconozco si la sicología ya tiene
catalogado este padecimiento. Pero lo que sí sé es que dicha dolencia está
causando verdaderos estragos. Y somos muchos los que la sufrimos
inconscientemente.
Ya podemos adivinar que a la larga –y a
la corta–, esta enfermedad traerá consecuencias muy nocivas a nuestras vidas.
Veamos algunas.
La primera y más grave es la falta de
capacidad crítica para juzgar las cosas con profundidad. ¿O no es cierto que
nos cuesta mucho reflexionar? ¿Que todo lo queremos ¡ya!, digerido, de
inmediato?
Una prueba es que rara vez cuestionamos
lo que nos llega por las redes sociales: «¿Cómo lo sabes?» «Me llegó por
Facebook…» Y nos quedamos tan tranquilos, sin buscar las fuentes, las razones o
la veracidad.
Otra, igualmente grave, es el miedo al
silencio, al que vemos como un cáncer del cual huir. No pueden pasar 3 minutos
de silencio sin dejar de consultar nuestro celular «por si acaso llegó algo
urgente…»
De la misma manera, puede llegar a
causar aversión a la oración. No queremos orar porque nos sentimos inútiles.
Porque pensamos que no es productiva. «¿Para qué tanto esfuerzo si no veo nada,
no siento nada?»
Finalmente, está la angustia que se
genera cuando no recibimos una respuesta inmediata a lo que consultamos, sea
tan simple como un “hola” o tan
complicado como cerrar un negocio.
Dice el Papa en su nueva encíclica que
todo este afán tecnológico ha hecho que nos sea «difícil detenernos para
recuperar la profundidad de la vida». Y una vida sin profundidad, no puede ser
una vida feliz.
Sin duda las pantallas son buenas, y han
traído muchos beneficios, pero no por ello debemos dejar que nos invadan así,
sin más.
Las pantallas están para servirnos, no
para que nosotros les sirvamos a ellas.
Para lograrlo será indispensable no
perder de vista lo siguiente.
1. La auténtica convivencia humana, la
que llena nuestro corazón, no se realiza a través de un mensaje de texto, sino
cara a cara. Los encuentros personales jamás podrán sustituirse por nada.
¿Hace cuánto que no tienes una
conversación profunda, larga, sin distracciones con tu amigo, tu esposo(a),
hijo, papá?
¡Apaguemos los celulares en las citas,
en las comidas, en las Misas!
2. El silencio es un bien, no un mal.
No me refiero sólo a “no hablar”. ¡Eso
no sirve! El silencio es útil sólo porque nos ayuda a encontrarnos con nosotros
mismos, con lo que en verdad somos, no sólo con lo que tenemos o hacemos.
Sin silencio no puede haber verdadero
autoconocimiento. Y sin autoconocimiento no es posible superarnos.
3. Por último, mucha vida de oración.
¡Cada día más! Porque la oración es la fuente de la alegría, de la plenitud del
alma.
Una oración profunda sólo es posible
cuando hayamos adquirido el hábito del silencio.
Si muchas personas hoy no pueden rezar,
es porque no pueden callar.
Estamos a tiempo de detener esta
epidemia. De ti y de mí depende.
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