Autor: Fernando Pascual
La ética inicia allí donde se reconoce que no
todos los deseos son buenos, cuando descubrimos que hace falta discernir entre
deseos buenos y deseos malos. Así de fácil y así de difícil...
En la familia la ética se vive de modo
espontáneo. Los padres observan al hijo pequeño y lo apartan del fuego, de un
insecto peligroso, de esa manía que le hace pasar cualquier cosa extraña por la
boca.
El niño, espontáneamente, tiende a probarlo
todo, a realizar movimientos peligrosos. Los padres buscan orientar los actos
del hijo para que se aparte de aquello que puede dañarle, para que empiece a
habituarse a escoger comportamientos saludables y, más en profundidad,
generosos y buenos.
Si resulta fácil corregir a un niño que
golpea a su hermanito menor o que está todo el día con los dientes manchados de
chocolate, no lo es corregir a los jóvenes y a los adultos.
Nos duele ver cómo un joven inicia a fumar, a
tomar bebidas alcohólicas o drogas, a pesar de los mil consejos de sus padres y
educadores. Nos duele ver a un joven o a un adulto que se introduce en el mundo
de una sexualidad descontrolada, que se hace esclavo de la pornografía o de la
prostitución crónica. Nos duele ver cómo hay personas que se convierten en
seres agresivos y prepotentes, que humillan a los demás, que critican despiadadamente
a otros, que desprecian a las personas según su raza, su situación económica,
sus convicciones religiosas, su nacionalidad.
Pero los adultos no se dejan corregir como
los niños. Sólo cuando un adulto comete algo prohibido por la ley, es posible
encarcelarlo o llevarlo ante los jueces. En la mayoría de los casos, sin
embargo, el comportamiento vicioso de un adulto no está penalizado por la ley,
aunque existan presiones sociales más o menos consistentes para ayudarle a
apartarse de sus malos actos.
Estas breves consideraciones nos llevan a la
pregunta: ¿por qué algunos actos son vistos como buenos y otros como malos?
¿Cómo distinguirlos? ¿En qué basamos nuestras convicciones éticas?
La respuesta no es nada fácil. En primer
lugar, porque vivimos en un mundo pluralista, donde las ideas sobre lo bueno y
lo malo son muy diferentes entre los grupos y las personas. En muchos lugares
de África, por ejemplo, resulta plenamente normal (incluso es visto como algo
"obligatorio y bueno") el uso de la infibulación de las niñas. En
otros lugares hay padres de familia que venden a sus hijos a las mafias de la
prostitución. En otros los padres no ven nada malo en que el hijo adolescente
salga con prostitutas, y en otros se piensa que el aborto es algo tan indiferente
como el ir al dentista una vez al año.
En segundo lugar, es difícil dar una
respuesta porque durante decenios el mundo occidental ha perdido la brújula
ética y han surgido, como hongos, teorías sobre el bien y sobre el mal. Teorías
que se contraponen y que nos dicen, por ejemplo, que es bueno todo lo que uno
haga mientras no dañe a los demás, aunque se dañe a sí mismo. O que sólo era
bueno lo que mandaba el Estado totalitario (fascista o comunista). O que sólo
sería bueno lo que tiene un buen resultado medible en el aumento de bienestar
público. Aunque para conseguirlo haya que violar lo que en el pasado era visto
como algo "inviolable".
La confusión ética no se da, menos mal, a la
hora de prohibir a un niño pequeño ciertas cosas. Sus padres tienen claro que
no debe perjudicar su salud, que debe caminar erguido, que está mal bañar la
cama por las noches, que no puede romper los juguetes de sus hermanos, que no
hay que comer golosinas a todas horas. Al dar estas y otras indicaciones
reconocen que existen normas éticas que deben valer para todos: hay que cuidar
la propia salud, hay que respetar a los demás, hay que evitar destruir algunos
objetos.
Surge entonces la pregunta: ¿por qué
admitimos ciertos comportamientos como elegibles y otros, en cambio, son
condenados como malos? No es suficiente decir "porque nos gustan unos y
nos desagradan otros". Este tipo de juicio, si vale para los adultos,
debería valer para los niños. Lo cual nos llevaría a promover una mayor
libertad de los niños: dejarles tirar por la ventana los libros de texto para
ver cuánto tardan en llegar al suelo, y otras ocurrencias que pasen por sus
cabezas llenas de iniciativa...
Si reflexionamos con atención, observaremos
que la distinción entre actos buenos y actos malos arranca desde una
perspectiva doble. En primer lugar, desde la idea que tenemos de lo que
significa ser hombres. En segundo lugar, desde la relación que descubrimos de
cada persona con otros hombres y mujeres y, sobre todo, con Dios.
Vamos a la primera perspectiva. Ser hombre
significa poseer una serie de características que nos distinguen de los
animales: tenemos las capacidades de pensar, de ser libres, de amar. Estas
capacidades no se dan separadas, pues sólo si pensamos somos capaces de ser
libres, y porque somos libres podemos pensar bien o pensar mal (y entonces nos
engañamos o engañamos a los demás), podemos amar o podemos vivir de un modo
tristemente egoísta.
En la relación profunda entre estas
capacidades nace la ética. Descubrimos que hay acciones que nos dignifican y
engrandecen, y otras que nos degradan y empequeñecen. Vivir con honradez,
buscar la construcción de un mundo mejor, poner orden a las ocurrencias y
disciplina a las pasiones, nos permite crecer y ser mejores. Abandonarnos al
gusto del momento, seguir cualquier capricho que pase por nuestra cabeza o por
nuestro estómago, nos hace peores y más viles.
La inteligencia y la voluntad nos descubren
que todos nuestros actos, desde el limpiarse los zapatos hasta las decisiones
más importantes (como cuando dos personas se casan), marcan nuestra existencia
y la llevan hacia la plenitud o hacia el desastre. Por eso, cuando nos cruzamos
con un hombre o una mujer felices en su matrimonio, generosos con los hijos que
nacen de su mutuo amor, entregados a sus ocupaciones, amigos de sus amigos y
capaces de perdonar a sus enemigos... sentimos una envidia de la buena: ¡qué
hermoso es vivir así!
La segunda perspectiva, en cierto modo, ya ha
aparecido en las líneas anteriores. Ser hombres no es vivir como islas, pues
todos estamos relacionados de mil modos con nuestros semejantes.
Las primeras relaciones son familiares, y
permiten el que los padres digan sí a la vida, al amor y la educación de los
hijos, y que los hijos tengan hacia sus padres una gratitud profunda que es
amor y que es alegría por lo mucho que han recibido.
Conforme el niño crece se abre ante sí un
número cada vez mayor de nuevas relaciones, que van desde los compañeros de
escuela hasta las complejas fórmulas de la vida política. Descubrimos entonces
que el egoísmo nos aparta de los demás y nos empobrece, que la generosidad nos
hace buenos y amigables.
Vemos, además, que tenemos un sinfín de
deberes hacia los demás. Y que tenemos derechos, derechos que no nacen de las
leyes, sino simplemente de nuestra dignidad humana. Podemos exigirlos incluso
por encima de gobiernos dictatoriales o con apariencias de democracia que en no
pocos casos son sólo una dictadura de grupos de poder o de mayorías llenas de
egoísmo.
Todas las relaciones humanas tienen, por lo
tanto, una dimensión ética. Pero hay que dar un último paso, pues no podemos
olvidar que también vivimos en relación a Dios. Es Dios el origen de la vida,
el que quiso la existencia de un universo, de una tierra, de unas plantas y de
unos animales. Es Dios el que explica el origen de la especie humana, con su
alma espiritual y su vocación a la vida eterna. Es Dios el que ha permitido un
sinfín de aventuras históricas desde las cuales existe cada uno de nosotros.
La ética nos tiene que ayudar a reconocer
nuestra dependencia de Dios y nuestra vocación a amarlo. Seremos plenamente
hombres si vivimos en marcha hacia Dios, que es lo mismo que decir si imitamos
el Corazón de ese Dios que es Amor y que nos dio la vida por amor.
Aquí encontramos el núcleo más profundo de la
ética: la llamada a vivir en plenitud una existencia que inicia en el tiempo y
que salta hacia un abrazo eterno, completo, con Dios y con millones de hombres
y mujeres que han vivido en serio el amor y han luchado por construir un mundo
mejor, más justo, más generoso, más ético.
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