Autor: Fernando Pascual
¿Existe una relación entre
inmortalidad y ética? La pregunta supone, por un lado, definir qué es la
inmortalidad y qué es la
ética. En segundo lugar, “probar” la inmortalidad. Y en
tercer lugar, establecer en qué sentido ambas realidades estén unidas entre sí.
Hablamos de inmortalidad para
referirnos a la propiedad del alma que la convierte en indestructible.
La muerte es un evento con el
que nos encontramos continuamente. Alguien que vivía, que actuaba, que
respiraba, que acogía atenciones o que ofrecía una sonrisa a los que estaban a
su lado, deja de existir en nuestro mundo. Su cuerpo queda frío, sus ojos
paralizados, su aliento se apaga. Ya no actuará nunca más entre nosotros.
Su alma, sin embargo, inicia
una nueva fase. No puede ser aniquilada, porque ese alma era espiritual, capaz
de conocer ideas, de elaborar reflexiones, de asumir opciones libres. Va a un
mundo que no conocemos, se encuentra ante seres no visibles en el horizonte de la materia. Se presenta
ante Dios, el Creador, el Padre, que ama a cada una de sus creaturas, que
ofrece caminos (el único camino) de salvación y de misericordia.
Probar lo anterior puede
parecer difícil, por el hecho de que el alma no está sometida ni a la materia
ni al espacio ni al tiempo, por lo que el instrumental científico no consigue
“disecarla” ni estudiarla en sus diversas dimensiones.
Esta dificultad, sin embargo,
es la principal garantía de la espiritualidad del alma: si el alma fuese
pesable y medible, sería algo material y caduco como todo lo que existe en el
mundo material. Dado que el alma da origen a nuestros pensamientos, amores y
decisiones libres, resulta posible probar su carácter espiritual, es decir, su
inmortalidad.
Miremos ahora a la ética. Con este término
indicamos aquellas normas que señalan dónde está el bien y dónde está el mal,
cuáles son nuestras obligaciones, en qué consiste el pecado y la injusticia, y
cómo vivir de modo honesto.
Existen muchas teorías
éticas. En buena parte, difieren precisamente a la hora de considerar si somos
o no somos inmortales.
Resulta muy diferente el modo
de vivir y de actuar de quien reconoce que existe algo tras la muerte y de
quien niega cualquier horizonte de eternidad. En el primer caso, nuestros actos
quedan en el mundo de lo temporal y no tienen más relevancia que la dada por
nosotros mismos. En el segundo caso, nuestros actos no sólo afectan (y mucho)
la marcha de la historia humana, sino que también condicionan lo que será la
vida tras la muerte.
Cuando un ser humano se
pregunta qué debe hacer, cuáles son sus deberes, cómo orientar su
comportamiento, necesita responder con el horizonte de lo eterno ante sus ojos.
La inmortalidad es parte de la exigencia misma de la justicia y de la verdad
ética, como en cierto modo había comprendido Kant, porque sin una existencia
más allá de la muerte millones de seres humanos no habrían sido capaces de
obtener justicia ni podrían mantener viva una opción de amor y de bien que
“exige” una duración ilimitada.
Para los cristianos, la
certeza de la inmortalidad viene desde nuestra aceptación de Dios, que nos ha
manifestado, a través de su Hijo hecho Hombre por nosotros, la existencia de un
mundo tras la muerte.
Jesucristo nos ha explicado,
con sus palabras y su ejemplo, cómo vivir correctamente, cómo se puede llegar a
un mundo que acoge a quienes han vivido desde el amor, que es el núcleo más
profundo de la ética que debe dirigir los pasos de los seres destinados a lo
eterno.
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