Autor: Fernando Pascual
El
descubrimiento de una tribu perdida y aislada en las selvas amazónicas siempre
es noticia. Porque significa que existen pueblos aún no conocidos. Y porque en
el mundo “civilizado” renace el deseo por estudiar cómo viven pueblos sin
tecnologías que para nosotros resultan imprescindibles.
Ante cada nueva
tribu descubierta, surgen preguntas de diversa importancia. Unas se refieren a
los derechos históricos que pueda tener esa tribu, que merece ser respetada en
su territorio y en aquellos modos de vivir que no impliquen injusticias contra
las personas. Otras preguntas nos ponen ante la conveniencia o no de ofrecerles
(en una aceptación que sólo ellos podrán dar si así libremente lo deciden) el
acceso a los “bienes” del mundo tecnológico y la posibilidad de abrirse al
contacto con otros pueblos y culturas.
Otras preguntan
tocan el tema religioso: ¿es bueno, es oportuno, es importante, ofrecerles la
noticia cristiana, anunciarles a Cristo, permitirles el encuentro con la fe?
El anuncio del
Evangelio a una comunidad indígena aislada implica una serie de problemas. Uno
se refiere a la actitud de cierre que toman aquellos pueblos que no desean
ningún contacto con los forasteros. Tal actitud de cierre, de exclusión,
resulta incorrecta si nace de un miedo irracional (incluso si nace del odio) al
otro por ser distinto, o si obedece al deseo de conservar estructuras sociales
que puedan ser gravemente injustas (por ejemplo, si se desprecia a la mujer, si
se maltrata a los enfermos, si se asesina a los niños nacidos con algún tipo de
enfermedad).
Otras veces la
actitud de cierre puede tener un motivo de peso: algunos pueblos indígenas
tienen miedo de los extraños por haber sufrido ya graves agresiones en sus
tierras, o porque temen contraer enfermedades ante las que no tienen
desarrollado un sistema inmunitario que les permita sobrevivir.
Para un
cristiano, cada indígena, como cada ser humano, es invitado al encuentro
salvador con Cristo. Anunciarle el Evangelio significa ofrecerle un tesoro
inmenso, porque no hay dicha mayor que la que nace cuando descubrimos que Dios
nos ama, que quiere ayudarnos a superar el mal y el pecado, que nos abre el
camino hacia la vida divina, que nos invita al cielo.
Cristo derramó
su Sangre por todos, también por los indígenas aislados, por los indígenas no
contactados. Con una actitud profundamente respetuosa, con medidas oportunas y
eficaces para evitar cualquier daño a su salud y a sus derechos territoriales,
la Iglesia buscará caminos y modos, hoy como lo ha hecho durante 2000 años,
para que también ellos escuchen la Buena Noticia.
Cristo es para
ellos, porque es para todo ser humano, sin discriminaciones. El misionero, el
hombre o la mujer que busca al indígena para anunciarle el nombre de Cristo
Salvador, lo hace porque quiere amar a todos (también a los indígenas aislados)
como Cristo les ama.
El misionero
será, por lo tanto, un anunciador desde el amor, un “hombre de la caridad: para
poder anunciar a todo hombre que es amado por Dios y que él mismo puede amar,
debe dar testimonio de caridad para con todos, gastando la vida por el
prójimo”. Será un “hermano universal”, porque superará “las fronteras y las
divisiones de raza, casta e ideología” y se convertirá en “signo del amor de
Dios en el mundo, que es amor sin exclusión ni preferencia” (Juan Pablo II,
carta encíclica “Redemptoris missio”, n. 89).
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