26 de septiembre de 2016

Indígenas aislados y Evangelio

Autor: Fernando Pascual

El descubrimiento de una tribu perdida y aislada en las selvas amazónicas siempre es noticia. Porque significa que existen pueblos aún no conocidos. Y porque en el mundo “civilizado” renace el deseo por estudiar cómo viven pueblos sin tecnologías que para nosotros resultan imprescindibles.

Ante cada nueva tribu descubierta, surgen preguntas de diversa importancia. Unas se refieren a los derechos históricos que pueda tener esa tribu, que merece ser respetada en su territorio y en aquellos modos de vivir que no impliquen injusticias contra las personas. Otras preguntas nos ponen ante la conveniencia o no de ofrecerles (en una aceptación que sólo ellos podrán dar si así libremente lo deciden) el acceso a los “bienes” del mundo tecnológico y la posibilidad de abrirse al contacto con otros pueblos y culturas.


Otras preguntan tocan el tema religioso: ¿es bueno, es oportuno, es importante, ofrecerles la noticia cristiana, anunciarles a Cristo, permitirles el encuentro con la fe?

El anuncio del Evangelio a una comunidad indígena aislada implica una serie de problemas. Uno se refiere a la actitud de cierre que toman aquellos pueblos que no desean ningún contacto con los forasteros. Tal actitud de cierre, de exclusión, resulta incorrecta si nace de un miedo irracional (incluso si nace del odio) al otro por ser distinto, o si obedece al deseo de conservar estructuras sociales que puedan ser gravemente injustas (por ejemplo, si se desprecia a la mujer, si se maltrata a los enfermos, si se asesina a los niños nacidos con algún tipo de enfermedad).

Otras veces la actitud de cierre puede tener un motivo de peso: algunos pueblos indígenas tienen miedo de los extraños por haber sufrido ya graves agresiones en sus tierras, o porque temen contraer enfermedades ante las que no tienen desarrollado un sistema inmunitario que les permita sobrevivir.

Para un cristiano, cada indígena, como cada ser humano, es invitado al encuentro salvador con Cristo. Anunciarle el Evangelio significa ofrecerle un tesoro inmenso, porque no hay dicha mayor que la que nace cuando descubrimos que Dios nos ama, que quiere ayudarnos a superar el mal y el pecado, que nos abre el camino hacia la vida divina, que nos invita al cielo.

Cristo derramó su Sangre por todos, también por los indígenas aislados, por los indígenas no contactados. Con una actitud profundamente respetuosa, con medidas oportunas y eficaces para evitar cualquier daño a su salud y a sus derechos territoriales, la Iglesia buscará caminos y modos, hoy como lo ha hecho durante 2000 años, para que también ellos escuchen la Buena Noticia.

Cristo es para ellos, porque es para todo ser humano, sin discriminaciones. El misionero, el hombre o la mujer que busca al indígena para anunciarle el nombre de Cristo Salvador, lo hace porque quiere amar a todos (también a los indígenas aislados) como Cristo les ama.

El misionero será, por lo tanto, un anunciador desde el amor, un “hombre de la caridad: para poder anunciar a todo hombre que es amado por Dios y que él mismo puede amar, debe dar testimonio de caridad para con todos, gastando la vida por el prójimo”. Será un “hermano universal”, porque superará “las fronteras y las divisiones de raza, casta e ideología” y se convertirá en “signo del amor de Dios en el mundo, que es amor sin exclusión ni preferencia” (Juan Pablo II, carta encíclica “Redemptoris missio”, n. 89).

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