Autor: Fernando Pascual
La Iglesia católica
es acusada con cierta frecuencia de ser una sociedad autoritaria,
fundamentalista, incapaz de adaptarse a la mentalidad de su tiempo, insensible
a los problemas y deseos de la gente común.
La acusación es
lanzada especialmente por personas y grupos que promueven la legalización del
divorcio, del aborto, de la eutanasia, del “matrimonio” entre personas del
mismo sexo, del consumo liberalizado de las mal llamadas “drogas ligeras”.
Para afrontar
estas críticas conviene recordar cuál sea la naturaleza del verdadero
autoritarismo.
El autoritarismo
consiste en defender y pretender que el “gobernante” o las autoridades gocen de
plenos poderes para hacer y deshacer las leyes y las estructuras sociales sin
ninguna restricción, de acuerdo a los propios intereses, ideas, deseos o
proyectos.
En esta
perspectiva, no existiría una “ley natural”, ni normas éticas universales, ni
tradiciones “sagradas”, ni derechos humanos que pudieran limitar en lo más mínimo
los poderes absolutos del gobernante. El político gozaría de una capacidad
ilimitada para legislar, decretar, organizar o desorganizar simplemente por el
hecho de detentar el poder.
No pensemos que
el autoritarismo existe sólo en algunos reyes o dictadores del pasado y del
presente. También hay autoritarismo y dictadura allí donde una aparente
democracia, dominada por un partido político fuertemente ideologizado, legaliza
el crimen del aborto, o permite la destrucción de embriones para el “progreso”
de la ciencia, o cambia arbitrariamente la definición de matrimonio, o permite
el divorcio como capricho aceptable sin motivo alguno, o promueve sistemas económicos
donde los trabajadores son explotados en contratos injustos, o impide la
reunificación de un emigrante con sus familiares.
Igualmente, hay
autoritarismo cuando un gobierno, arropado por el voto de un parlamento, impone
en las escuelas la ideología de un partido, violando así el derecho de los
padres de familia de escoger la formación ética y religiosa de sus hijos.
Si nos fijamos
ahora en la Iglesia, notaremos que es lo más opuesto a una organización
autoritaria. Sus “dirigentes” (el Papa y los obispos) no pueden cambiar, hacer
y deshacer según le plazca. En otras palabras, la autoridad de la Iglesia no es
arbitraria, no está sometida a las opiniones e intereses de un grupo de poder,
ni puede cambiar sus enseñanzas según las modas.
¿Por qué? Porque
la Iglesia existe no como una sociedad inventada por los hombres y sometida a
las decisiones de los hombres. La Iglesia existe y camina en la historia desde
su impulso inicial, que viene de Cristo, del Padre, en el Espíritu Santo.
Para ser fiel a
su propia esencia, la Iglesia debe limitarse a acoger, explicar y difundir las
enseñanzas del Maestro: no tiene poderes para inventar ni cambiar nada de
aquello que haya recibido.
Así, la Iglesia
no podrá nunca modificar los dogmas para que nadie se sienta excluido o
marginado, ni dirá que el aborto o la eutanasia son cosas buenas, ni cambiará
la definición de matrimonio, ni propondrá conductas sexuales inmorales como si
fueran correctas, ni aceptará sistemas económicos que vayan contra la dignidad
de los trabajadores.
El
autoritarismo, entonces, no está en la Iglesia, sino en muchos ideólogos que
critican a la Iglesia, mientras buscan imponer sus ideas contra los más
elementales derechos humanos o contra el respeto que merece la vida de los más
indefensos: los niños no nacidos, los ancianos, los pobres, los enfermos.
Hace falta abrir
los ojos para reconocer que muchos ataques contra la Iglesia pretenden, de modo
subrepticio, debilitar a una institución que incomoda a los defensores de
totalitarismos inhumanos. Piensan algunos, a veces con cierta ingenuidad, que
sin un “enemigo” tan poderoso podrán algún día imponer sus proyectos inhumanos
a pueblos enteros e indefensos.
A pesar del
“chaparrón”, a pesar de críticas incontables, a pesar de presiones
autoritarias, la Iglesia no dejará de proclamar, con sencillez y confianza, la
verdad sobre Dios y sobre el hombre. Susurrará o gritará, según le dejen, su
mensaje de amor y de esperanza a los hombres y mujeres de buena voluntad. Será
así defensora de la dignidad humana, un baluarte seguro contra autoritarismos
destructores, una promotora eficaz de sociedades más justas y solidarias.
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