Autor: Álvaro Correa
Desde que el hombre tuvo que ganarse el pan con el sudor de su frente, la
humanidad trabaja. En circunstancias normales nuestro primer punto de
referencia fue el empleo que ejercía nuestro propio padre y quizás éste fue la
inspiración inicial o la chispa que encendió la profesión que desempeñamos hoy.
Cierto, no necesariamente pisamos las mismas huellas, pero nuestro hogar
fue el trampolín de lanzamiento hacia el mundo laboral. En este sentido,
algunas personas, por lo general empeñada en oficios manuales, han llegado a un
grado increíble de habilidad.
Nos encanta verlos y numerosas grabaciones de sus talentos especiales
corren por las redes sociales. Hay de todos tipos: albañiles, cocineros,
repartidores de bombonas de gas, empaquetadores, personal de correo y de
limpieza, pescadores, jardineros, etc.
Es gente sorprendente que manifiesta una eficacia fuera de lo común en una
determinada labor. No parece viable que todos lleguemos a esos niveles, fruto
de talento y experiencia, pero sí nos sentimos invitados a ser más eficaces en
el ejercicio de nuestra profesión; eficaces no por el mero hecho de producir
como máquinas, sino en respuesta a nuestra vocación cristiana que nos pide
dignificar y santificar el trabajo.
Seamos conscientes de que el fruto de nuestras labores es para beneficio de
los demás. Nuestro prójimo espera lo mejor de nuestros talentos.
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