Autor: Fernando Pascual
El movimiento ambientalista y
ecologista trabaja por mantener un mundo “habitable” y por defender la
biodiversidad del planeta.
Son objetivos hermosos y
buenos, pues la vida no puede continuar si dañamos gravemente el ambiente, y
porque en cierto modo la compleja interdependencia entre las especies exige un
serio compromiso por evitar la extinción de formas de vida que resultan
imprescindibles para el bien del conjunto.
Puede surgir entonces la
pregunta: ¿tiene algo que ver el ambientalismo con el aborto? En otras
palabras, ¿existiría un cierto deber de los ambientalistas para impedir el
aborto de millones de seres humanos?
La respuesta es positiva si
pensamos que cada ser humano tiene una dignidad intrínseca y un valor
excepcional, no sólo en cuanto ser vivo, sino en cuanto ser espiritual.
Probarlo, desde luego,
exigiría un pequeño tratado de antropología. De forma breve, es bueno reconocer
que sólo los seres humanos son capaces de planear y estudiar formas concretas
(esperamos que eficaces) para defender la limpieza de los ríos y los mares,
para proteger a las especies en peligro de extinción, para crear parques
naturales, para estudiar el complejo mundo de los distintos ecosistemas
terrestres.
Esas (y otras muchas
actividades) son posibles porque existen en el hombre unas capacidades
superiores, una inteligencia y una voluntad, que le permiten pensar,
reflexionar, buscar el bien, conocer la verdad, comprometerse en la lucha por
causas justas.
Si el ser humano es capaz de
realizar semejantes actos, tiene una dimensión superior, espiritual, que lo
convierte en digno, en particular, en distinto entre los demás seres vivos.
Ello no significa que el hombre pueda vivir como un depredador que tiene
permiso para destruir a placer, sino que precisamente en cuanto ser espiritual
y “superior”, es responsable de sus actos, ante los demás, ante las
generaciones futuras, ante sí mismo, y ante Dios.
Por lo mismo, los defensores
del ambiente no pueden dejar de lado el drama de miles de seres humanos que
permiten y que provocan la muerte de otros miles de seres humanos: los hijos
antes de nacer. La defensa de la vida de animales y plantas, y la tutela del
ambiente, deben ir de la mano del esfuerzo por evitar que se cometan millones
de abortos en el planeta.
Igualmente, los defensores de
la vida, los que buscan erradicar el aborto, no pueden dejar de lado la tarea
de cuidar el ambiente en el que vivimos, de conservar el don de la Tierra con
sus riquezas y sus equilibrios más o menos complejos.
Amar la vida de los seres
humanos lleva no sólo a luchar para extirpar leyes que permiten el aborto y
clínicas que lo realizan como un negocio rutinario. Trabajar para que cada hijo
pueda nacer y ser respetado en su integridad física y en sus necesidades
básicas también nos lleva a evitar comportamientos que contaminan el ambiente,
que destruyen formas de vida sumamente importantes para el planeta.
¿Es posible una alianza entre
el ambientalismo y los grupos pro vida? Para algunos quizá no, porque no faltan
entre los ambientalistas quienes ven con indiferencia el aborto, si es que no
llegan a aceptarlo y a promoverlo como “camino” para mejorar la suerte del
ambiente y evitar un “exceso” de seres humanos. Pero si existe buena voluntad,
el verdadero defensor del ambiente no puede olvidar que el trabajo por un aire
limpio y un agua fresca necesita estar acompañado por la defensa de la vida de
cada ser humano, en cuanto dotado de un alma espiritual y en cuanto parte
integrante de la biodiversidad.
Si el ambiente es importante
lo es en mayor medida cada uno de los seres humanos que empezamos a vivir un
día en el seno materno y que hoy caminamos en un mundo necesitado de decisiones
sabias y bien ponderadas que permitan “salvar” el planeta.
En ese sentido, el verdadero
pro vida también será un sano ecologista, y el verdadero ecologista será un
decidido defensor de la vida de cada hijo, que vale mucho más que las ballenas
y las focas, y que da sentido a los esfuerzos para que también mañana las
nuevas generaciones puedan disfrutar de colibrís y de pingüinos y, sobre todo,
de hombres y mujeres amados y respetados en su dignidad, desde los primeros
momentos de su existencia terrena en el seno materno.
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