Autor:
Fernando Pascual
Preguntar
si todas las religiones valen lo mismo parece algo sin mucho sentido, porque es
obvio, ante tantas propuestas religiosas (o pseudoreligiosas) que hay enormes
diferencias entre unas y otras: no todas pueden tener el mismo valor.
El
problema surge a la hora de establecer los criterios que permitirían distinguir
entre una religión y otra, para luego responder a la pregunta: ¿cuál vale más y
por qué?
Ciertos
pensadores del mundo moderno consideran que una religión sería mejor si
consigue adaptarse a la marcha de la historia. Si esa religión comprende los
deseos y gustos de la mayoría, si sabe dejar de lado ideas y dogmas que
resultan “anticuados”, sería mejor. En cambio, si una religión queda anclada,
monolíticamente, en convicciones y ritos vistos como inmodificables y
trasnochados, sería inferior, si es que no terminaría por sucumbir ante los
“hechos”.
Decir
lo anterior, sin embargo, crea un sinfín de problemas. ¿Por qué la religión
debería adaptarse a la mentalidad que domina en un cierto momento de la
historia? ¿Y quién establece claramente cuál sería esa mentalidad? ¿Es que las
verdades sobre Dios y sobre el hombre dependen de las mayorías y de los
tiempos?
En
realidad, aceptar una u otra religión no depende de modo absoluto de la
mentalidad que domina en un periodo histórico. Los primeros cristianos
acogieron el mensaje de Cristo precisamente en contra de las ideas de su
tiempo.
En
épocas recientes, muchos cristianos sometidos a dictaduras “triunfantes”, como
las que surgieron en Europa y Asia durante el siglo XX, se alzaron contra las
ideologías de los tiranos del momento para defender verdades que consideraban
válidas y preciosas, aunque ello significase arriesgar la propia vida o sufrir
persecuciones arbitrarias e injustas.
Veamos
otro criterio que para algunos resultaría clave para evaluar a las religiones:
el éxito, la capacidad de atraer a miles de seguidores.
Ese
criterio, sin embargo, no resulta suficiente. La adhesión a una fe religiosa no
depende del número de creyentes, sino de convicciones profundas. Desde luego,
hay quienes se apuntan a una religión porque tiene muchos seguidores y porque
espera obtener una serie de beneficios sociales. Pero nos damos cuenta de lo
insuficiente de este tipo de creencias.
La
enumeración de criterios podría ser larga. Por ejemplo, ¿vale más una religión
si es más sencilla o más complicada, si tiene un credo comprensible o difícil,
si defiende reglas morales exigentes o “fáciles”, si tiene ritos más o menos
fijos, si posee una jerarquía o adopta un sistema democrático a la hora de
establecer su doctrina y su organización?
Existe
un criterio que tiene un valor clave a la hora de valorar qué religión pueda
ser mejor: el de su cercanía a la verdad. Muchos objetarán que es un criterio
difícil de aplicar, pues la mayoría de los creyentes piensan que su religión
sería la verdadera, pues de lo contrario la abandonarían para seguir otra
religión o para terminar en el escepticismo o el ateísmo. Pero la dificultad no
quita la fuerza de ese criterio.
¿Por
qué? Porque la experiencia religiosa no puede prescindir de un anhelo profundo
que radica en el corazón de cada ser humano: el amor hacia la verdad, la
belleza, el bien, la justicia.
Por
eso, ante tantas religiones, la pregunta decisiva sigue siempre en pie. ¿Cuál
es la religión verdadera? Sólo cuando nos pongamos ante esa pregunta podremos
superar la ideología de quien dice que “todas las religiones valen lo mismo”,
emprenderemos una seria reflexión que lleve a avanzar hacia una respuesta
suficientemente clara, la única que permite orientarnos correctamente en las
propias decisiones en materia religiosa.
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