Autor: Álvaro Correa
La Real Academia Española
define la “guerra” de diversas maneras. Se trataría de una “desavenencia y
rompimiento de la paz entre dos o más potencias”, de una “lucha armada entre
dos o más naciones o entre bandos de una misma nación”, o bien, de una “pugna,
oposición, rivalidad (aunque sea en sentido moral)”…
Y, según las
circunstancias, habría diversas acepciones. La guerra podría ser a muerte,
abierta, atómica, biológica, campal, civil, psicológica, electrónica, santa,
sucia, fría, de posiciones, de trincheras, de precios, etc.
Por desgracia las guerras
recorren la historia del hombre como una sombra de la que no se puede
desprender. Un dato curioso es que la guerra más larga de la historia enfrentó
a los Países Bajos contra las islas de Scilly desde 1651 hasta 1986. Por tanto,
duró 335 años, y, cosa de admirar, no provocó ni una sola víctima.
En contraste, la guerra
más corta sucedió el 27 de agosto de 1896 entre el Reino Unido y Zanzíbar, una
de sus colonias africanas, actualmente región semiautónoma de Tanzania. La
duración aproximada varía, según las referencias, entre 38 y 45 minutos. Y esta
guerra, que no llegó a una hora, sumó 500 víctimas, todas de la facción
zanziabariana.
Volviendo la mirada hacia
nuestros días, nos apena ver el rostro de nuestra tierra encendido en numerosos
países a causa de guerras y conflictos. Son 22 las zonas de guerra intensa y
prolongada, sobre todo en Asia y África.
A nosotros queda ser
constructores de la paz en nuestros hogares y en el ambiente en el que nos
desenvolvemos. Sabemos que la paz no es solo ausencia de guerra porque el
hombre genera desde su interior la sociedad en la que vive.
La paz es bondad de
corazón, es serenidad y benevolencia; la paz es perdón y donación generosa al
bien del prójimo. La paz, entendida en su esencia espiritual, es la amistad del
hombre con Dios y con sus semejantes.
No dejemos de rezar cada
día para que Jesucristo, Príncipe de la paz, nos conceda cumplir la Voluntad de
su Padre sobre cada uno de nosotros y sobre la entera humanidad. No en vano, el
primer saludo que nos brindó tras la resurrección fue “¡la paz esté con
ustedes!”.
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