20 de mayo de 2019

La guerra más corta y la más larga


Autor: Álvaro Correa

La Real Academia Española define la “guerra” de diversas maneras. Se trataría de una “desavenencia y rompimiento de la paz entre dos o más potencias”, de una “lucha armada entre dos o más naciones o entre bandos de una misma nación”, o bien, de una “pugna, oposición, rivalidad (aunque sea en sentido moral)”…

Y, según las circunstancias, habría diversas acepciones. La guerra podría ser a muerte, abierta, atómica, biológica, campal, civil, psicológica, electrónica, santa, sucia, fría, de posiciones, de trincheras, de precios, etc.


Por desgracia las guerras recorren la historia del hombre como una sombra de la que no se puede desprender. Un dato curioso es que la guerra más larga de la historia enfrentó a los Países Bajos contra las islas de Scilly desde 1651 hasta 1986. Por tanto, duró 335 años, y, cosa de admirar, no provocó ni una sola víctima.

En contraste, la guerra más corta sucedió el 27 de agosto de 1896 entre el Reino Unido y Zanzíbar, una de sus colonias africanas, actualmente región semiautónoma de Tanzania. La duración aproximada varía, según las referencias, entre 38 y 45 minutos. Y esta guerra, que no llegó a una hora, sumó 500 víctimas, todas de la facción zanziabariana.

Volviendo la mirada hacia nuestros días, nos apena ver el rostro de nuestra tierra encendido en numerosos países a causa de guerras y conflictos. Son 22 las zonas de guerra intensa y prolongada, sobre todo en Asia y África.

A nosotros queda ser constructores de la paz en nuestros hogares y en el ambiente en el que nos desenvolvemos. Sabemos que la paz no es solo ausencia de guerra porque el hombre genera desde su interior la sociedad en la que vive.

La paz es bondad de corazón, es serenidad y benevolencia; la paz es perdón y donación generosa al bien del prójimo. La paz, entendida en su esencia espiritual, es la amistad del hombre con Dios y con sus semejantes.

No dejemos de rezar cada día para que Jesucristo, Príncipe de la paz, nos conceda cumplir la Voluntad de su Padre sobre cada uno de nosotros y sobre la entera humanidad. No en vano, el primer saludo que nos brindó tras la resurrección fue “¡la paz esté con ustedes!”.

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