Autor: Fernando Pascual
Una lectura, bastante parcial, de la historia de las ideas quiere hacernos creer que el mundo del pasado era incapaz de pensar por sí mismo. Solo el hombre “moderno”, nos dicen, habría llegado a la madurez intelectual. Especialmente por haber superado cualquier “dogmatismo”, cualquier adhesión a creencias casi siempre “indefendibles” desde el punto de vista racional; es decir, desde la perspectiva del hombre “adulto”.
En realidad, el mundo moderno está muy lejos de vivir sin dogmas. O, mejor, ha suplantado los dogmas del pasado por nuevos dogmas, muchos de los cuales totalmente indefendibles.
En el siglo XIX, por ejemplo, estaba muy difundido el dogma del progreso: la técnica y las ciencias eran capaces, por sí solas, de mejorar el mundo, de llevar al hombre a su plenitud. Tal dogma entró en crisis después de dos guerras mundiales y de millones de muertes, pero sigue en pie entre no pocos intelectuales y entre algunos científicos que piden una y otra vez total libertad en sus investigaciones. Como si la ciencia no tuviera que rendir cuentas a la ética, como si la sociedad no pudiese controlar lo que se hace en los laboratorios.
Otro dogma de la modernidad consiste en aceptar el “evolucionismo” como verdad absoluta. Hay que distinguir, es cierto, entre las teorías (en plural) de la evolución y el evolucionismo. Las primeras investigan cómo y en qué sentido ha cambiado la vida en el planeta tierra. El segundo, en cambio, da por cierto que es posible pasar de la materia inerte a la existencia de seres vivos simplemente a través de mecanismos casuales, y que el ser humano no tiene alma espiritual, sino que debe ser valorado igual que los demás animales: fruto de la casualidad, carente de sentido.
Hemos de reconocer con satisfacción que no se han sacado todas las consecuencias nefastas de este dogma, aunque algunas ideologías racistas que nacieron del evolucionismo (como las de Herbert Spencer) sí lo hicieron. Hoy día no faltan pensadores evolucionistas, como Peter Singer, que están más preocupados por defender a los monos que a los enfermos incurables en la fase final de su existencia.
Un tercer dogma nos martillea con la idea de que los “creyentes” son enemigos de la razón y la convivencia humana, mientras que los hombres modernos y “desfanatizados” serían promotores de paz y de democracia. La experiencia de los sistemas totalitarios ateos, como el nazismo o el comunismo, debería haber desmontado este dogma, pero sabemos que es más difícil remover un prejuicio que hacer del Sahara un jardín botánico...
La modernidad necesita ser sanada y superar falsos dogmas que la debilitan. Como también necesita descubrir que hay dogmas “buenos”, que necesitan ser fundados con la ayuda de una metafísica y, por qué no, de ideas religiosas que no solo no humillan la inteligencia humana, sino que la defienden y la elevan a horizontes universales de verdad y de justicia.
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