Autor: Fernando Pascual
Los hombres y las mujeres de nuestro mundo tecnológico han conseguido un enorme control sobre la propia reproducción. La anticoncepción permite a muchísimas personas vivir la sexualidad con la “certeza” de que no llegarán a la pareja nuevos hijos. El aborto elimina cada año a millones de seres humanos que son tratados simplemente como “errores anticonceptivos”, como “embarazos no deseados”, como hijos no amados. La fecundación artificial “produce” en laboratorio o con métodos indignos del ser humano la llegada de hijos, no pocas veces con técnicas de selección de calidad en la que son escogidos los embriones “mejores” y son eliminados o excluidos los embriones “peores”.
Una de las últimas fronteras alcanzadas en este control tecnológico sobre la vida consiste en producir embriones “a la carta”, con aquellas características deseadas por los padres. A veces se escogerá su sexo, otras veces algún aspecto físico, otras su salud, otras su compatibilidad para curar a un hermano pequeño o a algún otro familiar.
Está
claro que en estas selecciones podrá nacer sólo el que “vale”, aquel embrión
que sea querido según programas previstos por los adultos. Los demás embriones
son vistos como “sobrantes”. Si tienen “suerte”, algún día sus padres les darán
una oportunidad para vivir. Si no, serán abandonados a una congelación
indefinida, o serán destruidos por investigadores deseosos de alcanzar fama a
través de “progresos científicos” alcanzados a través del uso de miles de
embriones humanos.
Esta
nueva situación promueve, quizá sin que nos demos cuenta, el surgimiento de una
subcultura en la que la dignidad y la vida de miles, millones de nuevos seres
humanas, es despreciada injustamente. En esta subcultura de la muerte sólo
valen aquellos embriones que superan cierto test de calidad, que responden a
algunas expectativas de los adultos, que sirven para satisfacer un deseo, o
para realizar un importante “progreso” científico: valen sólo los niños
programados...
Pero
existe otra perspectiva, presente en millones de hogares del pasado y del
presente, que nos lleva a la justicia y que promueve el amor auténtico. En esta
perspectiva, cada nuevo hijo es un prodigio, un don, una riqueza, una fiesta.
Vale no porque llega cuándo y cómo desean sus padres, sino simplemente por lo
que es: hijo, hermano nuestro, miembro de la gran familia humana.
Ninguna
existencia humana puede quedar reducida a su funcionalidad o a su posible
“utilidad” en proyectos científicos o en los caprichos egoístas de adultos que
valoran al hijo simplemente en cuanto objeto de deseo. Más bien, toda
existencia humana, desde el momento de su concepción hasta que termina su
existencia terrena, vale simplemente por sí misma: sin condiciones, sin
discriminaciones arbitrarias, sin lógicas de dominio prepotente.
La
sociedad necesita descubrir, incluso a través de leyes que eliminen tantas
injusticias “legalizadas”, que cada vida humana vale de modo incondicional.
Este es el origen del auténtico derecho, este es el inicio de civilizaciones
buenas. Así existirán en nuestro mundo naciones sanas y familias felices,
llenas de vida y de esperanza. Como tantos hogares que reconocen, cuando
perciben las primeras señales del embarazo, la riqueza inmensa que se esconde
en cada hijo que inicia la aventura humana.
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