Autor: Fernando Pascual
Fuente: http://es.catholic.net
Empiezo una nueva actividad:
un trabajo, un paseo, un deporte, un libro, una música.
Pronto surgen las preguntas:
¿me gusta? ¿Me siento bien? ¿Estoy satisfecho? Otras veces son otros los que
nos lanzan la pregunta: ¿cómo te va? ¿Estás a gusto?
Detrás de este tipo de
interrogantes hay un deseo de valorar lo que llevamos entre manos. En cierto
sentido, parecería que lo que hacemos sería “mejor” si suscita buenos
sentimientos, mientras sería “peor” si desencadena sentimientos negativos.
Las preguntas sobre cómo se
siente uno miran hacia el interior del alma. En cada actividad despertamos
sentimientos de satisfacción o de aburrimiento, de entusiasmo o de desgana, de
esperanza o de miedo.
Si vamos más en profundidad,
descubrimos cómo esos sentimientos surgen desde expectativas, desde sueños,
desde deseos íntimos. Surgen también desde el mismo funcionamiento de nuestro
cuerpo: algunas actividades físicas o simplemente las consecuencias de una mala
digestión suscitan emociones más o menos concretas de desgana, de cansancio, de
pereza, de enojo.
Sin embargo, ¿son los
sentimientos el parámetro adecuado para valorar la bondad o la maldad de lo que
hacemos? ¿No deberíamos ir más a fondo y buscar puntos de referencia de mayor
peso?
Ciertamente, los sentimientos
tienen su papel en la propia vida, aunque no son lo único importante. Limitar
nuestra atención a lo que sentimos no es correcto. Cada ser humano puede
acometer actividades incluso desagradables y molestas por ideales nobles. Las
pondrá en práctica si piensa con una inteligencia que descubre principios
verdaderos y si actúa con una voluntad que ama por encima de lo que susurren (o
griten) nuestros sentimientos.
Ayudar, limpiar, dar de
comer, escuchar un día sí y otro también a un anciano cuesta, incluso en
algunos provoca sentimientos de desgana o de aburrimiento. Pero quien ha optado
por un servicio difícil, incluso contrario a las reacciones emotivas, tiene
puesta su mirada no en lo que le cuesta, sino en la ayuda que el otro está
recibiendo.
En vez de preguntar cómo se
siente uno, deberíamos preguntar si uno está realizando algo que vale la pena. Ese es el tema
decisivo a la hora de escoger actividades y proyectos buenos y de perseverar en
los mismos. Si así lo hacemos, construimos un mundo menos egoísta y más abierto
a la belleza y al bien, a la justicia y al amor, a los hombres y a Dios.
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