Autor:
Fernando Pascual
Hay
enormes diferencias entre quienes consideran el aborto como un crimen y quienes
lo ven como un derecho. Como las hay entre quienes defienden que la pena de
muerte sería un castigo justo ante ciertos crímenes y quienes buscan la total
abolición de la misma en el mundo.
La
lista sobre diferentes juicios éticos podría ser larguísima. Al constatar este
hecho, ¿basta con decir que estamos ante diferencias culturales? Por ejemplo,
ver como positivo o negativo el divorcio o el matrimonio entre más de dos
personas, ¿depende del lugar y del pueblo en el que uno vive y la educación
recibida?
Intuimos
fácilmente que una valoración positiva o negativa sobre un acto depende no solo
de la cultura en la que uno vive, sino de otros factores. Porque dentro de la
misma cultura hay quienes defienden y quienes condenan un comportamiento, según
argumentaciones elaboradas de modo personal o desde el pluralismo que
caracteriza a muchos países de nuestro tiempo.
Constatar
lo anterior puede llevar a algunos a cierto relativismo. Si las culturas son
diferentes, o si dentro de un mismo territorio conviven puntos de vista
opuestos, no habría manera de determinar quién tenga razón: cada uno juzgaría
un comportamiento según parámetros culturales o razonamientos personales que
explican y fundan sus conclusiones.
Afirmar
lo anterior implica un grave peligro, que consiste en renunciar a caminos
intelectuales que permiten determinar quién tiene razón y quién está equivocado.
Porque no puede ser a la vez verdadero o falso que el aborto sea un derecho,
como tampoco la esclavitud puede ser buena o mala simplemente según los puntos
de vista que cada uno asuma.
Una
buena discusión sobre tantos temas éticos supone afrontar seriamente los
principios fundamentales que iluminan y permiten juzgar las acciones humanas.
Tales principios fundamentales no están circunscritos a ninguna cultura ni
pueden caducar, si bien no resulta fácil reconocerlos a causa de prejuicios o
intereses que obstaculizan pensar correctamente.
Las
diferencias culturales no pueden ser vistas, por lo tanto, como barreras que
impiden avanzar hacia una verdad ética universalmente reconocible. Por eso, si
una cultura promueve prejuicios y actitudes que impiden un correcto juicio
ético, necesita ser sanada desde un diálogo paciente que corrija aquello que
aparta de la verdad y que permita avanzar hacia razonamientos morales válidos
para todos, es decir, universales.
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