Autor: Álvaro Correa
Uno de los regalos más maravillosos que
nos concede la vida es recibir el cariño de personas que llevan en su pecho un
corazón de oro. Quizás no destaquen, ni aspiren a pisar los palcos de la fama;
quizás les encante pasar desapercibidas y sentir más que recompensados sus
sacrificios viendo las sonrisas que hacen brotar; quizás carezcan de formación
profesional o de instrucción académica; quizás nunca hayan salido del rincón
perdido de un pueblo o vivan silenciosas en medio de la tumultuosa marea de las
ciudades.
A estas personas se aplica bien un dato
que los científicos hipotizan sobre la composición interna de nuestra madre
tierra. Dicen que en el núcleo del planeta hay una cantidad enorme de oro
fundido. Si pudiésemos extraerlo bastaría para cubrir la superficie de la
tierra con una capa poco menor de medio metro: 45.72 centímetros. ¿No es
increíble saber que nuestro planeta custodia en sus entrañas un “corazón de
oro”?
Demos rienda libre a nuestra capacidad
de admiración. A Dios le fascina sorprendernos con sus maravillas. Por ello,
cada vez que damos un paso en el conocimiento de nuestro universo externo y del
misterio de nuestra humanidad nos adentramos en un pozo interminable de
estupor. Y si es tan valioso el oro metálico, cuánto más, infinitamente más, es
el oro de amor que las personas llevan en su corazón.
Cierto, hay quienes poseen un tesoro de
oro inmenso, pero, aun la persona más egoísta tiene algunos gramos dorados que
son estupendos y que la hacen digna de ser amada. Nadie está sin valor ante los
ojos de Dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario