Autor:
Fernando Pascual
Si
se entiende al profeta como un enviado de Dios, que anuncia su Palabra y que
defiende sus indicaciones, la Iglesia ha tenido, tiene y tendrá siempre una
función profética indiscutible.
En
esa función profética, la Iglesia ha sabido proponer, a lo largo de los siglos,
una visión sobre la vida, la familia, el bien, la justicia, que ha permitido a
millones de seres humanos descubrir un modo nuevo de pensar y de actuar.
En
el mundo moderno la Iglesia está llamada a seguir con la mirada puesta en
Cristo, que la fundó; bajo la guía continua del Espíritu Santo, que la ilumina
y la mantiene en su naturaleza íntima; desde el Amor del Padre, que nos espera
en el Reino de los cielos.
Si
algunos en la Iglesia olvidan esto y se dejan llevar por el miedo, por la
apatía o por la pereza; si dejan que las ideas del mundo se conviertan en la
referencia para sus pensamientos y acciones, llegarán a una situación de “apostasía
silenciosa”, según una fórmula usada recientemente por los papas.
Al
contrario, si cada bautizado escucha la Palabra, tal y como la enseñan los
obispos unidos entre sí y al Papa en la fidelidad al mensaje recibido, entonces
se convertirá en sal y fermento de un mundo lleno de confusiones, de egoísmo,
de abortos, de fracasos matrimoniales, de avaricias y de desesperanzas.
La
Iglesia mantiene hoy, desde su fidelidad amorosa a Cristo, desde la mirada
continua en la Revelación (Escritura y Tradición), desde la luz de los
concilios y de tantos Padres y Doctores de todos los siglos, un tesoro que el
mundo anhela sin darse cuenta, pero que necesita: el tesoro de la gracia
misericordiosa de un Dios que busca y ama a cada uno de sus hijos.
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