Autor: Max Silva Abbott
Actualmente vivimos en una época en que
los sujetos reclaman cada vez con más fuerza e incluso intransigencia por
mayores espacios de libertad, y al mismo tiempo exigen una creciente
intervención estatal a fin de conseguirla. Sin embargo, ¿es posible esta
combinación?
En realidad y en estricta lógica, si los
sujetos buscan crecientes esferas de autonomía, ello exige un Estado poco
interventor, al estilo del liberalismo clásico del siglo XIX. Lo anterior, pues
existe una clara dicotomía entre Libertad y Estado, de tal forma que el espacio
que ocupa uno se lo arrebata al otro. Así, como ambos no pueden crecer a la
vez, algo resulta incongruente en este planteamiento, o las cosas no son lo que
en realidad parecen.
Por eso es abiertamente contradictorio
que para lograr mayores esferas de libertad, se exija que el Estado regule cada
día más y más áreas esenciales de nuestras vidas, al punto que en vez de ser un
gendarme, como en el liberalismo clásico, acabe convirtiéndose en un guardián,
e incluso en un auténtico Leviatán para asegurar dicha libertad.
En parte lo anterior se debe a que el
poder es por naturaleza expansivo, razón por la cual crecerá siempre que pueda
hacerlo. Por tanto, si se pretende cada vez un mayor intervencionismo estatal,
parece imposible que este poder permanezca estable dentro de ciertos márgenes
que respeten esa tan ansiada autonomía, pues como se ha dicho, tenderá a crecer
a costa de ella.
Y a decir verdad, los hechos parecen
darnos la razón. De esta manera, muchos pretenden que el Estado todopoderoso
regule acuciosamente o incluso domine por completo los aspectos más esenciales
de nuestras vidas: la educación –y por tanto, lo que debemos saber y pensar–,
la producción de bienes y servicios –y en consecuencia, lo que debemos realizar
y emprender–, o incluso nuestras creencias –y por ende, aquello que debemos
sentir y anhelar–. Todo, se insiste, para que los sujetos puedan ser más libres
y dirigir sus vidas como les plazca, gracias a este guardián que en teoría,
impediría que los más poderosos –salvo el propio Estado, evidentemente– abusen
de los más débiles.
Sin embargo, si el Estado se encarga
como un buen padre de familia de todo esto, ¿qué libertad subsiste para sus
amados hijos? Si aquello que pensamos, queremos o sentimos se encuentra
secuestrado y dictaminado por la autoridad, ¿qué queda para nosotros?
Ahora, si algunos creen que son más
libres porque pueden tener drogas, sexo o diversión a su antojo, no solo se han
formado un pobre y errado concepto de ella, sino que tal vez sin saberlo, han
claudicado respecto de lo realmente importante para hacer posible la verdadera
libertad.
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